Conversaciones entre Auster y Coetzee (post-436)
Terminé de leer en diciembre “Aquí y ahora”, un recopilatorio de cartas intercambiadas por Paul Auster y J.M. Coetzee entre 2008 y 2011. La editorial Anagrama & Mondadori presenta el libro como “un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos”. No he leído ninguna novela hasta ahora del Premio Nobel sudafricano, pero soy un seguidor habitual de la obra de Auster.
Recuerdo que me hice fan del género epistolar desde que leí a finales de los ochenta “Correspondencia con Lezama Lima”, de José Rodríguez Feo. Para muchos puede ser un libro intrascendente, pero cayó en mis manos de forma accidentada por recomendación de un amigo cubano que tenía muy buen gusto, y fue así como por primera vez me vi atrapado por la lectura de cartas desde una perspectiva literaria. Si la correspondencia es auténtica, lo que significa que no ha sido escrita con el propósito de ser publicada, puede ser la forma más honesta de conocer a fondo a un autor.
Este, al parecer, no es el caso, porque uno avista a medida que lee estas cartas que formaron parte de un “proyecto común” que preveía su publicación posterior; lo que quita algo de naturalidad a los textos, pero sin restarles interés si uno se fija en la enorme relevancia de ambos escritores y los temas tan variados que tratan. De las cosas que más atraen del libro es esa “ética de la madurez” o “sensación inexpresada de cómo hay que vivir” que se destila del dialogo entre ambos personajes.
Coetzee y Auster hablan, entre muchos otros temas, de la amistad. Reconoce el primero que “no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva” ya que incluso, citando a Charles Lamb, “se puede tener amigos y no querer verlos”. Es cierto, no existe todavía (que yo sepa) una “Ciencia de la Amistad” que aporte luz a este misterio. Auster replica que “las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo”. Tiene razón Coetzee, cuando advierte que “los amigos, o por lo menos las amistades masculinas en Occidente, no hablan de lo que sienten entre ellos”. Es mucho más difícil ver a los hombres explicitar esos sentimientos, aun cuando sean muy profundos, como hemos tenido todos. Apunta el sudafricano, en tono de humor, que “en la práctica hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir”.
También comparten charla, como no, de política. Estando un tipo como Auster en el ajo, sería raro que eso no ocurra. Se queja el norteamericano de que “los mercados financieros se han convertido en un fraude muy perfeccionado”, pero que aún así “por mucho que me duela admitirlo, no es esta una época especialmente horrible para el mundo occidental. Un período ridículo, tal vez, frustrante, pero no uno de los peores”. Visto en perspectiva (y con ganas de consolarse), Auster recuerda que ahora “no se queman brujas en la hoguera; en Francia, católicos y protestantes no se degüellan unos a otros; Estados Unidos no libra una guerra civil; no mueren millones de europeos en trincheras llenas de barro ni en campos de concentración. Hitler ha muerto, Stalin ha muerto, Franco ha muerto. Los monstruos del siglo XX han desaparecido” así que “si unos pigmeos tienden a ocupar el poder por todo Occidente, mucho mejor reírse de los pigmeos que encogerse de miedo ante tiranos asesinos”.
Auster cuenta, además, una historia que pensaba publicar como un mini-post en mi Tumblr, pero que al final transcribo aquí porque me parece bastante reveladora para tiempos pre-electorales:
“Contrariamente a la opinión que yo mantenía de joven (que la gente vota por puro interés económico), he llegado ahora a pensar que la elección de muchos votantes es absolutamente irracional; o ideológica, aún así esa ideología va en contra de su bienestar económico. En 1984, durante la campaña de reelección de Reagan, iba yo a algún sitio en un coche de alquiler de Brooklyn. El chófer, que había sido soldador en el Astillero de la Armada de Brooklyn, se había quedado sin trabajo cuando el sindicato al que pertenecía fue desmantelado por la dirección. Le dije: “Eso puede agradecérselo a Reagan, el presidente que más sindicatos ha pulverizado en la historia”. Y él contestó: “Puede que sí, pero yo voy a votarle de todos modos”. “¿Y por qué demonios va a votarle?”, le pregunté. Su respuesta: “Porque no quiero que esos cabrones de comunistas se apoderen de Sudamérica”. Ese fue un momento indeleble en mi educación política”.
Otro tema estrella del libro es el deporte. Reconoce Coetzee que “el deporte nos enseña más sobre la derrota que sobre la victoria, simplemente porque somos mayoría los que no ganamos”, y abre una reflexión que, como mínimo, me pareció bastante curiosa porque nunca había pensado en ello. Se pregunta el sudafricano por qué la mayor parte de los grandes deportes, o sea, aquellos que movilizan pasiones multitudinarias, parecen haber sido creados alrededor de finales del siglo XIX. Lo que le llama la atención a Coetzee es lo difícil que resulta inventar y que arraigue un deporte completamente nuevo; y que siendo los seres humanos criaturas tan ingeniosas, solo unos pocos de los muchos juegos (físicos) posibles terminen resultando viables.
Paul Auster redondea la tesis de Coetzee aportando su visión americana sobre la cuestión, explicando que el primer equipo de beisbol profesional se creó en 1869. El baloncesto, por su parte, “no se inventó hasta 1891 y no se popularizó hasta cuarenta años después, cuando una modificación de las normas suprimió el saque de centro después de cada canasta, acelerando el ritmo del juego, y justo cuando a Inglaterra han dejado de pertenecerle el críquet y el fútbol, Estados Unidos ya no es dueño del baloncesto”. Ningún deporte, dice Auster, ha causado sensación desde hace generaciones, así que cuando se piensa en lo rápidamente que diversas tecnologías han modificado la vida cotidiana (trenes, coches, aviones, películas, radios, ordenadores), la tozudez de los deportes resulta desconcertante a primera vista.
Su explicación a este hecho es extrapolable a otros fenómenos de resistencias al cambio. Según Auster, la razón fundamental es que “los deportes, una vez codificados, dejan de ser invenciones y se convierten en instituciones. Las instituciones existen para perpetuarse en sí mismas, y el único modo de eliminarlas es mediante la revolución. Hay tanto en juego ahora en el deporte profesional, tanto dinero de por medio, que la gente que controla el fútbol, el baloncesto y todos los demás deportes importantes es tan poderosa como los directivos de las más grandes empresas, o los jefes de gobierno. Sencillamente no hay espacio para introducir un deporte nuevo. El mercado está saturado, y los que ya existen se han convertido en monopolios que harán lo posible por aplastar a cualquier competidor advenedizo”.
Sus conversaciones sobre literatura son, como era de esperar, extensas. Auster insiste en la impronta que deja el idioma a la hora de escribir: “La percepción del mundo se halla profundamente moldeada por el idioma que uno habla”. Coetzee, por su parte, reivindica el espíritu del cronista de viaje como aquel que está “naturalmente atento a las señales de la diferencia”, y pregunta a su amigo americano si él confía realmente en las primeras impresiones mientras reconoce que en las suyas no confía nada.
Auster, a pesar de su compromiso públicamente reconocido, defiende el arte por el arte. Él cree que “el mejor argumento a favor de la importancia del arte radica precisamente en su inutilidad, que somos más profunda y convincentemente humanos cuando hacemos algo por el puro placer de hacerlo”. Coetzee admite su torpeza a la hora de valorar a muchos escritores emergentes, pero se sincera: “Los viejos somos notoriamente ciegos a las virtudes de los jóvenes”, un razonamiento que a mí me empieza a parecer familiar 🙂
Suena premonitorio cuando cita su libro “Contra la censura”, que publicó en 1996, en el que se pregunta: “¿Por qué se ofende la gente con los insultos a su religión (o a su país o a su raza o a sus criterios morales) en lugar de limitarse a encogerse de hombros y seguir con su vida?”. No estoy tan seguro que haya que encojerse de hombros y no hacer nada, pero sí que nos haría mucho bien ahorrarnos los insultos, y más aún, reacciones desproporcionadas y brutalidades como las de Charlie Hebdo. Con perdón de la obviedad.