Legibilidad del gobierno público (post-413)
Vuelvo a mi seriado sobre el libro “The Reputation Society”, de los editores Hassan Masum y Mark Tovey, publicado por The MIT Press. En un post anterior explicaba por qué los sistemas de reputación son tan necesarios, y hoy voy reseñar un artículo de Lucio Picci incluido en el recopilatorio.
El título es “Gobernanza basada en la reputación”, que el autor define como la capacidad de los ciudadanos para poder evaluar los resultados de las políticas públicas de tal modo que a sus responsables se les pueda atribuir una reputación que dependa de los resultados obtenidos. Según Picci, para que eso sea posible, las actuaciones y acciones de las administraciones públicas deberían estructurarse de tal modo que sean fácilmente identificables tanto por los contenidos de esas políticas como por los responsables que se van a monitorizar y evaluar.
Los ciudadanos tienen que ser capaces de saber qué y cómo evaluar las políticas públicas con arreglo a unos objetivos y responsables claros. Si esa condición no se cumple, si las responsabilidades públicas aparecen diluidas, entonces es imposible asignar reputación a nadie en función de los resultados conseguidos. Esa ambigüedad (o solapamiento) explica que el fracaso de una determinada política sea tan difícil de atribuir con justicia a alguien, o que el éxito se lo adjudiquen de forma oportunista muchos falsos salvadores. En este capítulo, como sabéis, los políticos españoles van sobrados de (malos) ejemplos.
Pero lo que me parece más interesante de las tesis de Lucio Picci es su concepto de “legibilidad del gobierno público”, que es el déficit de fondo que subyace en estas ineficiencias que vengo comentando. El término “legibilidad” (“legibility”, en inglés) significa en este contexto la capacidad de los ciudadanos para decodificar y comprender la vasta información que se publica desde el gobierno.
Si somos realistas, tenemos que reconocer que la gran mayoría de las personas está demasiado ocupada en sus preocupaciones profesionales y personales del día a día para participar activamente en política. Por eso, una democracia bien diseñada debe ser capaz de reducir las barreras a la entrada para que la participación sea más “barata”, o sea, adoptar formas de gobernanza que hagan la participación más fácil, menos costosa, e incluso activando mecanismos de disfrute que la hagan intrínsecamente placentera. Esto significa, en términos prácticos: simplificar las regulaciones, usar una narrativa pública inteligible para no-expertos, reducir la complejidad de los datos que sirven para el empoderamiento y facilitar cualquier mecanismo que ayude a rebajar los costes de la participación.
Por eso, si la información pública es poco “legible” (en todo el sentido de la palabra), bien porque es excesivamente compleja o bien porque es incompleta y ambigua; eso genera una pesada “sobrecarga cognitiva” en los ciudadanos que limita o encarece su capacidad de fiscalizar y evaluar el trabajo de sus gobernantes. La legibilidad tiene que ver, en definitiva, con la posibilidad (y el derecho democrático) de dar sentido a la información pública disponible del modo más eficiente posible.
Un tema importante, como ya he sugerido, es traducir y simplificar el enrevesado lenguaje jurídico-administrativo con que las entidades públicas se dirigen a los ciudadanos para fijar deberes y derechos. A veces da la impresión que los gobiernos se comunican con ese exceso de sofisticación de forma premeditada para que no se les entienda, y así tener las manos libres para no rendir cuentas. Esa complejidad forzada obliga a que intervengan expertos e intermediarios que intentan hacer el papel de traductores, con la distorsión lógica que implica alargar la cadena y las pérdidas de calidad que se derivan de mediatizar la democracia.
Curiosamente, advierte Picci, el Estado se preocupa de tener a la sociedad bien controlada, e invierte grandes esfuerzos en “leer” con facilidad lo que hacen los ciudadanos (burocracia fiscal, DNI, registros de direcciones, etc.); pero se muestra evasivo y apático a la hora de crear las condiciones para que ese mismo control se ejerza en sentido contrario, o sea, para que los ciudadanos puedan interpretar, supervisar y controlar lo que hace el Estado: “Igual que el Estado quiere que las actuaciones de los ciudadanos sean escrutables, éstos tienen el derecho a exigir lo mismo (o más) respecto del gobierno”.
Los programas electorales (algo que debería ser muy serio) son uno de los ejemplos más escandalosos de falta de “legibilidad”. Las promesas contenidas en esos textos son deliberadamente ambiguas y/o retóricas para que puedan escurrirse a cualquier fiscalización. Funcionan en la práctica como un cheque en blanco.
Una matización importante es que la transparencia es una condición necesaria, pero no suficiente para la legibilidad. Por ejemplo, para que los ciudadanos puedan evaluar con cierta certeza los resultados de las políticas públicas, enriquecerse de las observaciones de sus pares y asignar métricas de reputación a los gestores políticos; no sólo hace falta que los datos públicos se abran (aunque con eso avanzaríamos muchísimo), sino que es imprescindible que se haga un esfuerzo de estandarización de los datos para que esto facilite los análisis comparativos entre iniciativas similares de diferentes gestores políticos.
Los datos brutos, los originales, deben estar al alcance de todos, para que cada actor decida cómo procesarlos y presentarlos, en vez de que estén controlados en exclusiva por un solo agente (el gobierno o partido en el poder) que decida qué se publica, cuándo y cómo. También resulta imprescindible que la veracidad y calidad de los datos públicos disponibles sea verificada por terceros independientes.
La tecnología no resuelve por sí sola el problema de la legibilidad, porque la sociedad civil necesita de datos bien organizados y estructurados, para poder evaluar lo que hace el gobierno. Pero lo que ocurre en las democracias mediatizadas es que cuesta un horror acceder a los datos que sirven de verdad para hacer análisis relevantes, y por otra parte, las estadísticas están “balcanizadas” entre ministerios y organismos públicos, lo que agrava el efecto de fragmentación y solapamiento de la información que impide hacer evaluaciones de calidad.
En el mejor de los casos la información está disponible, pero el coste de encontrarla, ordenarla y dotarla de sentido (por ejemplo, a través de una buena visualización de los datos) es tan elevado, que apenas se hace. Para mí hay dos maneras (complementarias) de resolver ese déficit “de diseño”:
- Exigiendo a los gobiernos que estructuren y ordenen mejor esa información para que sea más “legible”, o sea, que responda a unos estándares y sirva para una mejor accountability
- Haciendo un esfuerzo distribuido (a través de iniciativas de Inteligencia Colectiva) desde la sociedad civil para repartirse la carga de ordenar y traducir esos datos.
Está claro que sin una buena “legibilidad”, no es posible una correcta rendición de cuentas de lo público, ni tampoco una evaluación más objetiva de la eficacia de nuestros gobernantes que ayude a asignar reputación de forma justa.
Nota: La imagen del post es del album de Miguel Diaz (Mad-King) en Flickr
Iñaki Ortiz
Tiene toda la razón ese tal Picci. Nos queda mucho recorrido a quienes nos dedicamos a estas cosas en la Administración pública. Primero, tendríamos que tener publicada de forma completa y actualizada toda la información relevante para la ciudadanía, que sigue siendo un reto pendiente. Y, después, efectivamente, esa información tendría que ser “formateada” de manera legible, reutilizable, enriquecida con información relacionada y con las observaciones de los “pares”, etc. Mucho tema. Más que suficiente para una carrera universitaria. Y no lo digo en bromas.
Amalio Rey
Hola, Iñaki:
Yo sé que no lo dices en bromas. Yo tampoco 🙂
Ya ves, yo me apunto con gusto a colaborar en el diseño de un proyecto de formación universitaria de esas características. Lo hablamos por FBK, a raíz de la entrada que publiqué sobre Tufts University. Necesitamos ciencia de la buena, y educación basada en la excelencia, para sanear la democracia. Aunque al final también dependerá (y mucho) de tener mejores políticos, que sean conscientes de la necesidad de estos cambios.
Gracias por pasarte 🙂