¿Cuánto de conveniente es ser resultadistas? (post-560)

Antonio Ortiz, en su dominical #CausasyAzares de esta semana, pone un temazo sobre la mesa. Annie Duke, PhD en Psicología experimental por la Universidad de Columbia y exitosa jugadora de Póker, explica en una entrevista que le hacen en Nautilius los riesgos de juzgar la calidad de las decisiones solo por los resultados obtenidos.
Esa es una práctica que me inquieta desde hace mucho tiempo, porque los efectos que produce son contraintuitivos, dado que lo más común es que demos por sentado que nuestras decisiones deben siempre evaluarse con arreglo al impacto generado, lo cual es cierto, pero con importantes matizaciones, que son las que me interesa comentar aquí.
La pregunta que se hace Annie Duke es esta: Si una decisión bien razonada conduce a un resultado negativo, ¿era una decisión equivocada? Pues bien, uno tiene que entender que, si uno toma buenas decisiones, aumenta las probabilidades de que el resultado sea bueno. Este principio es saludable en el sentido de que estimula a que seamos más competentes, que nos informemos bien, que nos preparemos ante cualquier reto, porque si no hubiera ninguna relación entre decisiones y resultados, entonces dejaríamos todo a la suerte, y esa no es una buena estrategia para ir por la vida. Pero también conviene saber que todo es una cuestión de probabilidades, no de certeza absoluta.
Que las cosas salgan bien o mal también dependen de factores que no controlamos. Eso debería hacernos más humildes ante el éxito, y más compasivos ante el fracaso, porque puede haber mucho de aleatorio en lo finalmente conseguido. Con esto no estoy diciendo que sea una mala idea per se evaluar nuestras decisiones a partir de los resultados, sino que esa NO ES la única manera de juzgar la calidad de una decisión.
Esto lo vemos mucho en el futbol, donde las valoraciones que se hacen a posteriori pueden ser terriblemente injustas. Un entrenador toma buenas decisiones de inicio, pero el partido se tuerce por una jugada absurda e imprevisible, y el resultado final es negativo, pero como tenemos que explicarlo con causas racionales, porque lo aleatorio parece no influir, terminamos machacando de forma oportunista las decisiones que tomó ese entrenador.
Annie Duke pone un ejemplo del Futbol Americano, de la Super Bowl de 2015: “Los Seahawks estaban en la yarda 1, abajo por cuatro, y quedaban 26 segundos para terminar el partido. Russell Wilson decide hacer un lanzamiento a Pete Carroll que termina siendo interceptado por sus rivales, lo que significó la derrota de su equipo, ¿qué dijeron los titulares al día siguiente?: ‘La peor jugada en la historia de la Super Bowl’, ‘¿En qué estaban pensando?, idiotas’. Pero me pregunto qué hubiera pasado si el pase hubiera llegado bien y no fuera interceptado, ¿cómo habrían sido los titulares entonces?”. Según Duke, la decisión de Wilson fue buena, incluso brillante, aunque el resultado fuera malo.
Esto también ocurre en política. Hay mucho de aleatorio, de factores incontrolables, entre las decisiones y los resultados. Si las cosas salen mal, buscamos culpables desesperadamente, aunque en rigor no los haya. Lo mismo ocurre al revés. Éxitos sonados, muy mediáticos, que han sido injustamente adjudicados a determinadas decisiones, o decisores, cuando en realidad se dieron gracias a la suerte o a la combinación de otros factores que no dependían de las decisiones tomadas por el supuesto iluminado que termina poniéndose las medallas.
Cuando la toma de decisiones se produce en sistemas inciertos, en escenarios donde hay mucha información oculta, a lo que más podemos aspirar es a minimizar la incertidumbre. Si hacemos eso, e incorporamos en la decisión toda la información relevante que se podía capturar dadas las circunstancias que teníamos, no deberíamos culpabilizarnos si el resultado es malo. Lo que no puedes hacer, cuando juzgas tus decisiones a posteriori, es pensar que han sido incorrectas solo porque el resultado no fue el que tú querías.
Duke afirma que: “Tienes que sumergirte profundamente en la incertidumbre para ser buena en el póker”, y yo diría que ocurre lo mismo en muchos otros ámbitos de la vida. Aceptar la incertidumbre, que no puedes controlarlo todo, es un signo de madurez, y una fuente de serenidad. Aceptar la incertidumbre, explica la jugadora, significa entender que hay mucha suerte involucrada en todo lo que nos ocurre, así que no deberíamos ser tan duros con nosotros mismos cuando las cosas van mal, ni sentirnos tan orgullosos cuando todo sale bien. Por el contrario, nos recomienda enfocarnos en el proceso seguido, no en el resultado.
Lo ejemplifica así: “Digamos que tengo una moneda. Puedo decirte exactamente cuál es la probabilidad de que salga cara o cruz en el siguiente lanzamiento. Pero no puedo asegurarte con rotundidad qué saldrá. Eso significa que si me ofreces una propuesta de juego de $2 a $1 en esa moneda, estaría dispuesta a aceptarla porque responde a un cálculo de probabilidades razonable. Así que incluso si pierdo los próximos 10 lanzamientos, eso no significa que tomé una mala decisión. Debería esforzarme por sentirme feliz de haber tomado una buena decisión, y no darle tanta importancia al mal resultado“.
Los resultados no son siempre una señal perfecta de la calidad de las decisiones, y menos cuando se utilizan muestras pequeñas de eventos. Si alguien ha sufrido 15 accidentes automovilísticos en el último año, es evidente que un resultado así indica que la persona está tomando malas decisiones de conducción. Pero un único accidente puede que no diga mucho de lo buena o mala conductora que ha sido esa persona.
Dice Duke que “saber el resultado nos infecta” (infecta el juicio, añado). Somos seres racionales y pensamos que todo tiene algún sentido. Es muy difícil para nosotros asumir un mal resultado cuando no hicimos nada malo. O que haya un buen resultado conseguido simplemente por razones aleatorias: “Nos sentimos realmente incómodos con la aleatoriedad”.
Entonces… ¿cómo podemos dejar de ser “resultadistas”? Reconozco que es muy difícil superar esa tendencia, que es natural. No sé si es una batalla perdida, pero hay que intentarlo. Annie Duke recomienda que, si sabemos que existe ese sesgo cognitivo, “deberíamos alejarnos lo más posible de los resultados cuando estamos juzgando la calidad de la decisión”. Lo que hay que hacer es centramos en hacer las preguntas adecuadas sobre cómo se tomó la decisión, en vez de dejarnos condicionar por el resultado obtenido.
Me gustaría añadir que la falacia del “resultadismo” se agrava, por partida doble, cuando los resultados que se usan para medir la calidad de la decisión no miden realmente lo que prometen, o sea, cuando el resultado con el que se pretende dictar sentencia no tiene un significativo “vínculo casual” con la decisión. Imagina que quieres saber si la decisión X fue correcta midiendo Y, cuando en realidad el verdadero impacto de X se producía, se manifestaba, en Z.
Un clásico de esto se da en la medición del impacto de la publicidad. Vemos a menudo cómo la calidad de una acción publicitaria se trata de medir por el aumento (a corto plazo) de las ventas, cosa que parece razonable, pero se obvia que puede haber muchos otros factores que terminen influyendo más en el nivel de las ventas que la decisión publicitaria, generando una relación causal equivocada. Por ejemplo, es posible que las ventas hayan aumentado por factores muy distintos al impacto de la publicidad, o que incluso esos factores desconocidos o ignorados sean los que hayan conseguido corregir con creces un descenso de las ventas producido por el efecto negativo de una publicidad mal concebida. Un principio básico como el de “correlación no significa causalidad” también contamina la eficacia del resultadismo como estrategia para juzgar la calidad de las decisiones.
Lo mismo ocurre si se mide la calidad de una decisión por unos resultados a corto plazo, cuando el impacto real se va a producir a largo. En un escenario así, el resultadismo impaciente puede llevarnos a errores garrafales. Por el contrario, si somos capaces de juzgar la decisión al margen de su efecto inmediato, tomando como único marco de referencia la información que tenemos y las relaciones de causalidad que usamos como premisas, deberíamos confiar en el proceso y esperar a que genere en algún momento los buenos resultados esperados. El resultadismo impaciente hace que la prisa por obtener resultados no respete el tiempo que necesitan los procesos.
Waldo
Me fascino el artículo gracias por compartirlo
Julen
Creo que todo esto que explicas hay que mirarlo desde la teoría de sistemas porque ahí se aportan muchas claves para “relativizar” las relaciones causa-efecto. En general, muchos aspectos en torno a los que hay que tomar decisiones están inmersos en sistemas con alta complejidad dinámica (los elementos se relacionan unos con otros de muchas formas distintas) por lo que causa y efecto… se pierden en un mar de posibles relaciones. Pero es que, además, hay otra característica, la equifinalidad, que explica que se puede llegar al mismo resultado por caminos muy distintos.
Mirar al final del proceso, al resultado, sirve porque es lo que normalmente suele contar. Es una esclavitud lógica. Pero es mucho más entretenido fijarse en los caminos por los que se avanzó o retrocedió 🙂
Amalio Rey
Efectivamente. Un enfoque de sistema ayuda mucho. “Fijarse en los caminos” es, además de estimulante, lo más justo a la hora de evaluar…. Esto no quita que el resultado sea también importante.