Por una «cultura del esfuerzo motivado» en Educación
POST Nº 683
La pedagogía del esfuerzo es un valor en crisis. Una parte del discurso de las nuevas corrientes educativas se ha empeñado en devaluar el esfuerzo como palanca para el aprendizaje. En su lugar, abogan por que el alumnado se sumerja en contextos lúdicos, que generen dopamina en el cerebro, para que el proceso de aprender se dé mágicamente, sin necesidad de esforzarse tanto. El mensaje parece ser: ponle las cosas lo más fácil y divertidas que puedas.
Yo, en cambio, no creo que la educación deba ser algo diferente a la propia vida, en la que también tenemos que enfrentarnos a momentos incómodos y realizar tareas poco agradables, que no son divertidas. Esas situaciones demandan resiliencia y una voluntad que solo se muscula desde una capacidad de esfuerzo entrenada. Eso es así porque, por ejemplo, construir criterio propio requiere esfuerzo. Aprender a concentrarse en una sola cosa, ya ni te digo, incluso para los adultos, como cualquiera que lea esto lo sabe. Profundizar de verdad en un problema, entenderlo a fondo, es imposible sin autoexigencia y sin una cierta disciplina. Lo mismo digo del reto colosal que se plantea la educación de cultivar el pensamiento crítico frente al bombardeo indiscriminado de ideas enlatadas por Internet. Nada de esto se consigue sin invertir notables dosis de esfuerzo y para eso hay que entrenarse, hay que estirar el músculo. En definitiva, a esforzarse se aprende practicando. No hay atajos, ni los habrá.
Este no es un tema nuevo para mí. Hace algunos años ya escribí este post: “Sobre la cultura del esfuerzo en Educación” que, aunque fue muy leído y comentado, no tuvo eco ni respuesta por parte de ninguno de los defensores de la tesis que debatía el artículo, a pesar de que los argumentos que plantee entonces eran más que plausibles para que al menos se abriera una conversación. Esa indiferencia me hizo sentir que ―como ocurre últimamente en casi todo― estamos instalados en extremos que no se hablan. Pasamos de «la letra con sangre entra» a «para aprender tiene que apetecerte y ser divertido», de los modelos excesivamente rigoristas y punitivos a los que entronizan lo lúdico como pensamiento único.
Pero cultivar la capacidad de esforzarse es bueno aunque no vale intentarlo de cualquier manera. Primero, hay que renegar de la vieja escuela que abusa de los sacrificios arbitrarios, paternalistas y vacíos de propósito. La alternativa que propongo se basa en el concepto de «esfuerzo motivado», o sea, abordar tareas y misiones que no producen placer a priori, ni son fáciles, pero que el aprendiz asume comprendiendo «por qué» y «para qué» le conviene hacerlas.
Reconozco que no es fácil (más en la sociedad cortoplacista en la que vivimos) conseguir que los menores y adolescentes entiendan a priori los beneficios a medio y largo plazo de hacer algo que les cuesta mucho hoy, pero es precisamente ahí donde la pedagogía tiene su mayor reto creativo. No se debe renunciar a dignificar el esfuerzo, sino que hay que entrenarse en él mediante ejercicios dotados de significado, inspiradores, que ayuden a visualizar el beneficio futuro de renunciar a parte del placer inmediato.
Dedicarnos sólo a las cosas que nos gustan produce un efecto de «downsizing» (encogimiento) sobre el que ya escribí en su momento. Nos instala en la comodidad. A medida que nos recogemos más, que somos más exigentes al elegir las cosas que hacemos, nos volvemos más caprichosos y perdemos habilidad adaptativa. A los menores y adolescentes les pasará exactamente lo mismo si no los exponemos a retos incómodos. Pasar por una actividad difícil en la que no se consiguen avances visibles a corto plazo puede ser una experiencia frustrante pero aleccionadora, con un impacto poderoso, por ejemplo, en el cultivo de la paciencia.
El esfuerzo imprime carácter. Por eso, ahora que hablamos tanto de «educación por competencias», aprender a esforzarse es una competencia, como cualquier otra, que debe desarrollarse desde pequeños. Ser perseverantes y adquirir compromisos es una habilidad esencial, crítica, para practicar una vida intencional. Al mismo tiempo, estoy convencido de que una parte del proceso de aprendizaje más genuino no es agradable, ni puede ser tan divertido como un juego. De hecho, algo me dice que ciertos aprendizajes mejoran, se amplifican, si uno ha tenido que invertir esfuerzo en ellos.
Llevado esto al mundo de la formación profesional, en un post publicado en el blog colectivo de #Redca («Cultura del más fácil todavía en formación») citaba a Erich Fromm cuando decía que «la gente busca respuestas a sus problemas, pero quiere además que sean fáciles de aprender, que exijan poco esfuerzo o ninguno, y que den rápidos resultados». Richard Sennett lo explica a su manera: «La resistencia y la dificultad son fuentes importantes de estimulación mental: cuando tenemos que luchar para aprender algo, lo aprendemos bien». Esto quiere decir, insisto, que toda formación que persiga un cambio relevante en las personas implica un coste. Y por eso, el aprendizaje significativo sin esfuerzo es una ilusión.
Hay dos razones poderosas para rechazar la idea de que todo debe ser lúdico y que son los menores y adolescentes los que deben elegir lo que quieren aprender: (1) tienen una edad y una inmadurez que todavía les impide saber con certeza lo que les gusta de verdad, así que hay que exponerlos a experiencias diversas que no elijan por sí mismos, (2) la vida consiste en hacer un montón de cosas que no necesariamente nos gustan, así que la educación también tiene que prepararlos para eso.
En resumen, propongo resignificar la cultura del esfuerzo en educación pero adoptando en los procesos pedagógicos dos prácticas:
- Entrenar al alumnado con tareas o actividades en las que esforzarse realmente tenga sentido. Entender los «porqués» es clave. Hay que razonarlos juntos.
- Crear las condiciones para que vivan la experiencia de esforzarse abordando misiones concretas y, también, para que después disfruten del «efecto recompensa» de conseguirlo y la emoción de haber hecho lo correcto. Ese subidón produce un círculo virtuoso que queda grabado en la memoria vital.
Por aterrizar más esto, termino este post con un ejercicio práctico que, si eres educador/a, podrías desarrollar con tus alumnos para fomentar esto que he llamado «cultura del esfuerzo motivado». Solo es un marco para inspirarte. Puedes simplificarlo y personalizarlo según tus propias condiciones. Yo me imagino una dinámica que siga los siguientes pasos:
- Invitar al alumnado a que haga un listado de cinco cosas que les suenan importantes pero que no les guste hacer porque les demandan mucho esfuerzo. Esto no se refiere necesariamente a actividades académicas, sino cotidianas.
- Realizar un debate, una reflexión, sobre las tareas o actividades elegidas. Incluso, un ranking colectivo para ponerse de acuerdo en cuáles son los mayores «marrones». Se puede aprovechar para hablar de cómo reaccionan ante ellas. Por ejemplo, de la procrastinación, para ganar conciencia de cómo actúan ante «deberes» que no les gustan.
- Explorar colectivamente si algunas de esas tareas tediosas, aburridas, desagradables, se pueden «gamificar» o simplificar para ahorrar esfuerzo innecesario. Si es posible y conveniente, se adopta esa estrategia y se quitan del listado. De esa manera aprenden que si algo vale la pena hacerlo más fácil, más cómodo o más divertido, no es mala idea intentarlo pero siempre que sopesen también lo que se pierden por tomar esos atajos.
- Ordenar la lista de los «marrones» que queden según el beneficio que tienen en su bienestar y su «buena vida» futura. Aquí es el momento para dialogar sobre la relación tensa que siempre existe entre el corto y el largo plazo. La idea es entrenar la capacidad de elegir tareas que impliquen un esfuerzo con sentido, estimulando así el discernimiento.
- Elegir una tarea o actividad que maximice la combinación de mucho esfuerzo + alto impacto positivo, y realizarla durante varios días. Probar qué sienten. Observarse, elaborando un diario, para comprender. Invitarlos a que exploren cómo experimentan este principio: «primero la acción, después la motivación».
- Discutir resultados y lecciones aprendidas. Por ejemplo:
- ¿Les terminó gustando o, al menos sintieron que «no era para tanto»? ¿Cambió la percepción?
- ¿Qué sintieron después de haberlo conseguido, a pesar de que a priori no les produjera placer? Reflexionar sobre la emoción de haber hecho lo correcto. Darle muchas vueltas a esta pregunta que, para mí, es clave: ¿Cómo podemos rutinizar el ejercicio de anticipación mental de la recompensa?
Tal vez este no sea el mejor momento para publicar un post así, porque sé que a finales de curso los profes están bastante quemados (más por la burocracia que por los alumnos) pero, en todo caso, si eres educador o educadora, me encantará saber qué opinas de esto, y si te atreverías a hacer un ejercicio parecido. Cualquier sugerencia viene bien.
NOTA: La imagen es del álbum de Saxonrider en Pixabay.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscríbete a este blog” que aparece a continuación. También puedes seguirme en Twitter o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva
Julen
Un clásico al que has aportado una propuesta
Creo que hablar de obligaciones que no nos gustan, por decirlo de alguna manera, forma parte de nuestra vida. Seamos alumnado o profesorado, trabajemos en consultoría o en cualquier otra actividad, vamos a tener que encarar “marrones”, como tú los llamas. Supongo que hay que buscar una solución de compromiso y darnos cuenta de que no todo es lúdico y fácil. Esto tiene que ver con la tolerancia a la frustración, un rasgo de personalidad que también convendría trabajar de alguna manera. Ser capaz de aceptar recompensas diferidas nos hace crecer como personas y, además, me da que tiene que ver también con cierta capacidad de anticipar.
En fin, es asunto complejo porque tenemos montada una sociedad del espectáculo desde hace años en la que la gamificación no es sino un agente más que contribuye a perder tensión en el aprendizaje. Y, ojo, que una gamificación “con sentido” tiene también mucho que decir.
Al final siempre recurro a lo mismo: cuestión de encontrar las dosis adecuadas. De esfuerzo y de diversión. Los anglosajones inventaron lo de “effortjoyment”.
Amalio Rey
De acuerdo, Julen. Me consta que en este tema estamos totalmente en sintonía. Has publicado posts en tu blog que apuntan a esta misma dirección. Gracias por tus ideas
David Soler
Muy interesante, Amalio. Como siempre. No doy clases a niños pero sí doy algunas, aunque no soy profesor profesional, a gente joven en másters y postgrados. Además de que veo esto en los alumnos: poco interés por bucear en conceptos, por querer aprender más allá del aula, un interés desmesurado en que “le cuentes la fórmula” e irse, en tener el título, etc… creo que por una parte es la tendencia que apuntas pero la otra, al menos en este tipo de educación más ejecutiva, es el “fast-education”, dame 4 ideas, la fórmula, en cuanto menos tiempo, mejor, y el resto ya vendrás solo, como por arte de magia.
No diré que antes todo era mejor porque tampoco es cierto, pero estos vaivenes no son buenos y son sumamente peligrosos en educación. Y en este país llevamos 30 años jugando con el modelo educativo. Es una irresponsabilidad.
Amalio Rey
Gracias, David. Sé que eres un profe de largo recorrido. Esa ligereza a la que te refieres es un gran problema, que va en aumento. Lo del “fast-education” es tremendo. La gente solo quiere pildoritas. Ayer estaba viendo una publicidad en FBK de una empresa que te procesa un número grande de libros y entrega píldoras-resumen para que no tengas que leerlo. Con eso esperan “formar” a ejecutivos. Me da verguenza ajena. Un abrazo