Elogio a la espera, que desespera

POST Nº593
Acabo de leer un librito de 140 páginas que empieza con esta frase: “esperar es una lata”, que es como decir: “esperar desespera”. Se trata de “El tiempo regalado”, de la ensayista alemana Andrea Köhler, publicado en 2018 por la editorial Libros del Asteroide.
Suelo leer muchos libros mientras espero, en aeropuertos, aviones, trenes o en cualquier no-lugar donde paso de transito deseando llegar rápido a mi destino. Con esta obra evité de forma deliberada la ironía de leerla en un momento de esos. Quería hacerlo con propósito. Me parecía contraproducente leer una elegía a la espera mientras pasaba por el trámite de una espera vacía, así que lo hice donde más me gusta leer, cómodo en mi cama, a media luz, con atención plena.
Prosa bella, finamente escrita, pero que a veces, de tanta erudición, se me hizo densa. La autora se va por los cerros de Úbeda con demasiada frecuencia, a pesar de ser un ensayo corto, que invitaba a aprovechar cada párrafo. Asimismo, esperaba un epílogo más jugoso de mi admirado Gregorio Luri, cargado de buenos argumentos sobre la espera, pero se dispersa, o más, que Köhler.
Dicho eso, es un libro corto, que se lee de un tirón a pesar de sus excesos, y que a mí me sirvió mucho para hacerme buenas preguntas y tomar algunas ideas para disparar mis propias reflexiones. Cuando terminé de escribir este post me di cuenta de que valió mucho la pena cruzarme con esta obra, sobre todo, por lo que sacudió dentro de mí. Más por el tema, y las preguntas que se hace, que por cómo lo cuenta, dado que ese estilo tan florido no me va tanto. Así que usaré ese ensayo como marco de referencia, e inspiración, para pensar en lo que para mí significa la espera.
Esperar, desespera… porque esperamos
Es verdad que una fuerza mágica suele atrapar al que espera: lo que uno está esperando no acaba de ocurrir precisamente porque se está esperando. Creo que eso nos ha pasado a todos. Dejas de esperar, te entretienes con otros asuntos, y entonces ocurre. Lo mismo puede decirse cuando, quienes escribimos, cometemos la torpeza de esperar a que nos visite la musa, cuando lo que hay que hacer es “olvidarla para que sueñe conmigo y la despierten los celos” 🙂
Hay muchos tipos de esperas…
El libro se da un paseo por distintos tipos de espera. Esta es mi lectura, de las que más me llamaron la atención, por si conectan con vivencias tuyas:
- Esperas en las que no sabes realmente qué esperas. Esperas algo, porque necesitas que algo ocurra, pero no sabes bien qué es.
- Esperas que algo deje de ocurrir, en vez de que algo ocurra. Quieres que termine, no que empiece.
- Esperas con un objetivo y plazo fijos. Por ejemplo, una fecha para realizarse una operación, o un viaje de reencuentro con alguien importante. Hay un plazo pautado y que todo indica que se va a cumplir. Se gestionan mejor.
- Esperas infinitas e inciertas. No hay plazos, ni probabilidades. Deseas algo, pero es imposible saber con certeza si ocurrirá. Y, lo peor, amplificas las expectativas.
- Esperas a que otro/a mueva pieza, cuando en realidad, eres tú el que tiene que moverla. Es una espera por no atreverte a tomar decisiones. En rigor, no tendrías que esperar. Te empeñas en dejar abiertas las opciones porque abrigas falsas esperanzas de que algo bueno pase, que te impide tomar decisiones: “la espera se convierte en duda eterna” y, en esas, se nos va la vida.
La espera y el poder
Me ha parecido potente la relación que establece la autora entre la espera y el poder. Nunca lo había pensado así. Dice, con razón, que “hacer esperar es privilegio de los poderosos” porque el que lo hace “celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida”. Brillante reflexión porque es cierto que, en los casos más graves, nos embriaga la angustia de que “el tiempo que percibimos lo dirige otro”.
También dedica unas palabras a la “demora burocrática”, ese tiempo absurdamente perdido en los laberintos administrativos, y a las salas de espera de esas oficinas vacías de espíritu, en los que se percibe la sensación de que “tratan de domesticar al que espera” 🙁
Productividad vs. La espera como “islas de lentitud”
La espera es un tiempo subjetivo. Se alarga o se acorta, se disfruta o se sufre, según cómo lo gestionemos. Una propuesta clave del ensayo es experimentar la espera como un “tiempo regalado”, en vez de perdido o “dilapidado”.
Deberíamos tratar de recuperar esa “vocación pedagógica” que está contenida en esos momentos de calma, en los que se puede abandonar la rueda del hámster y rumiar sobre lo importante: “cambiar la maldición de la espera por la bendición de hacer una pausa”. Aunque en realidad, lo mejor sería abandonar ese sentido utilitarista con que teñimos todo, y hacer, como sugiere la autora, que “la ociosidad bascule hacia ese estado que los antiguos llamaban ‘holganza’, en el que ese intervalo deja de ser un respiro en medio de un proceso laboral – que por tanto le pertenecería – para convertirse en tiempo libre y una ganancia neta de nuestra existencia”.
La consigna más recurrente es “el tiempo es oro”. Nos empujan a vivir sin tregua, a toda pastilla. Permitimos, como borregos, que nos colonicen nuestro tiempo. No es una buena idea, y lo sabemos, pero no hacemos nada. Köhler advierte que “aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tiempo acelerado (…) mejorando los motores al tiempo que reforzamos los dispositivos de frenado”, lo cierto es que buena parte de nosotros, y en especial, los sentimientos, “conservan su lentitud”. Es como las autopistas donde las aceleraciones excesivas terminan topando, en algún momento, con cuellos de botella que reflejan un fallo estructural de cómo se gestiona la circulación. Eso plantea un desajuste vital que se termina pagando. No es, a mi juicio, un diagnóstico individual, sino un trastorno que nos puede castigar como sociedad.
Por eso, hay que tratar de mejorar la calidad de la espera, que no tiene necesariamente que ver con el paradigma de la productividad que recomienda usar ese tiempo para sacar pendientes. La espera puede reconvertirse en saludables “islas de lentitud” (me gusta esa forma de verlo) que se aprovechen para echar el freno, meditar o dignificar el silencio con minutos de paz e introspección.
Reinventar la espera como una ventana de oportunidad única que nos regalan para “perder el tiempo” puede ser de los pocos antídotos que nos quedan ante la invasión de esos aparatillos diabólicos que se llaman smartphones. Köhler afirma con razón que, en el drama de la espera, el teléfono sigue siendo el accesorio más solicitado. Si echamos mano de ellos, ya no estamos, en rigor, esperando, sino haciendo cosas, atiborrando nuestro tiempo con estímulos externos porque tal vez nos cueste habitar esos espacios vacíos que nos empujan a encontrarnos con nosotros mismos.
Se acortan los tiempos de espera, pero somos más impacientes
Dice la autora que podríamos describir la modernidad como un proceso de acortamiento de los tiempos (objetivos) de espera. Pero resulta que, como la trampa que es, que se acelere la comunicación (teléfonos, aviones, trenes de alta velocidad, etc.) no nos salva en absoluto de la espera, porque “al sincronizarse la expectativa y la velocidad de su cumplimiento, la impaciencia parece haber aumentado”.
Por eso, pienso que si antes la paciencia parecía venir de serie, porque las circunstancias te obligaban a incorporarla, hoy es una habilidad opcional, que hay que cultivar y que no mucha gente tiene. Si, como se dijo, vivimos en una sociedad que ofrece recursos de todo tipo para minimizar los tiempos de espera, practicar una espera amable, elegante, “aceptando el curso natural de las cosas”, dice mucho y bien de las personas, porque saber “esperar que llegue el momento adecuado (…) es posiblemente una de las capacidades más importantes que se pueden adquirir” en la vida.
Cultivando la paciencia en lo/as menores
Hablar de la espera nos lleva, sin remedio, a pensar en el aburrimiento, y nuestra obsesión por huir de él. Pero, en realidad, si lo pensamos bien, aburrirse siendo adultos, con todo lo que se puede hacer cuando somos libres para elegir, es un sinsentido. Yo llevo años sin aburrirme, incluso en momentos de salas de espera que reducen notablemente mis opciones. Sin embargo, los niños lo pasan peor, lo viven con impotencia, “como un tormento”, porque tienen menos autonomía y/o porque sus expectativas (casi siempre impuestas socialmente) están demasiado concentradas en unos pocos intereses.
Con las nuevas generaciones de chavales tenemos, más que nunca, esa grave asignatura pendiente. Debemos ayudarles a entrenarse en la espera. Están sobreexcitados y faltos de paciencia. Cito a la autora porque no se podía explicar mejor: “cada vez que se reduce a un mínimo el lapso de espera entre el deseo y su satisfacción, un dios vengativo exige un precio: el que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su disfrute”. Yo añadiría que para muchos chavales “esperar” entraña casi un fracaso, que es algo para lo que son cada vez más intolerantes. Tomo nota, porque soy, como padre, de los que no gestiona tan bien esto.
Tampoco “esperan”, hoy, los emprendedores
Este elogio a la espera me lleva, por necesidad, a remover mi desconfianza hacia la filosofía startopera del Agilismo obsesivo, tan de moda en el mundillo emprendedor. Nadie puede esperar, todo el mundo corriendo como pollos sin cabeza, en busca de una meta. Unos señores y señoras que gestionan incubadoras, o “aceleradoras” (nunca mejor dicho a estos efectos), cuya misión es engordar los pollitos, a más rápido mejor, para venderlos a un precio multiplicado, sin importar si lo que han hecho crecer es significativo o va a sobrevivir a la jungla del mercado después que cobren.
Los alimentos anacrónicos como una metáfora de la (no) espera
La incapacidad de esperar, que insufla la sociedad moderna, se traslada incluso a los alimentos. Fina observación la que hace Köhler cuando dice que: “ni los productos de la agricultura, ni las estaciones del año, tienen ya ese aroma especial que una vez ligó un sabor particular a un mes”, recordándonos que pagamos un precio por tanta impaciencia, cuando “nos inundan con fresas, entre mayo y diciembre, que no huelen ya a nada, y a nada nos recuerdan”, un anacronismo que refleja nuestra baja predisposición a esperar que algo madure, una metáfora que se extiende a muchos otros ámbitos de la vida.
Cuando la espera duele, con razón
La espera suele tener una connotación negativa. Su expresión más miserable, en la vida cotidiana, son los atascos. Pero hay, sin duda, momentos peores como estar en una sala de espera de un hospital esperando que te den un diagnóstico que puede ser doloroso. O intuir que estas esperando, impotente, por algo que va a ocurrir y que no te gusta nada.
En algunas esperas, como dice la autora, “algo duele”. Es un monólogo, con nosotros mismos, al que no le falta cierta dramaturgia, sobre todo si es otra persona la que nos hace esperar. También “cuando pacta con la enfermedad” se hace especialmente dura. Decidir esperar es mucho mejor a que nos obliguen a hacerlo.
Y ya termino…
Me gustaría compartir, antes de terminar, mi propia versión de la “espera activa”, por el largo viaje que estoy viviendo para escribir mi libro sobre Inteligencia Colectiva. Son, ya, 5 años, en los que a veces no he gestionado bien las muchas pausas que me he tomado, “esperando” que algo me acelere para llegar pronto a la meta. Pero visto el camino en perspectiva, pienso que en cada tregua que me regalé, o que me impusieron, mi texto creció de alguna manera. Si hubiera acelerado la marcha y quemado etapas, hoy no estaría contento de haber publicado cualquiera de los manuscritos que fui capaz de producir hace dos o tres años. En cada espera, afloraron matices y descubrí desajustes que me han ido acercando al libro que me gustaría escribir. “Esperar” ha valido la pena…
En fin, me vino anoche, mientras rumiaba este post, un recuerdo de esas personas muy mayores o, con depresión, que se quejan amargamente de no tener nada, que les ilusione, por lo que esperar. Ese vacío debe ser terrible, y creo que ninguno de nosotros estamos a salvo de pasar por eso, así que bien vale la pena celebrar que, hoy, haya cosas que deseemos que ocurran y que sepamos que son posibles para que tenga sentido esperar por ellas, mientras intentamos provocarlas.
Araceli Cabello
Que buen tema para reflexionar. Me pasó hace unos días mi pareja y yo, en una sala de espera de una consulta médica durante hora y media sin teléfono, revistas, prensa…. al principio resultó cuanto menos desesperante pero visto con perspectiva fue muy placentero!!
Iván
Muy buenas reflexiones Amalio. Parece claro que algunas de las esperas nos son sencillas en los tiempos que vivimos y eso crea tensiones internas y/o externas. Me ha parecido muy acertado el comentario de Julen sobre eso de la soberanía del tiempo. Un abrazo.
Julen
Creo que todo depende de la “soberanía” sobre el tiempo propio. Si dispones de soberanía, entonces la espera no plantea problema alguno. Puede ser útil para relajar. Sin embargo, si no dispones de soberanía, la espera es un sufrimiento añadido, algo que quien tiene el poder aplica casi como castigo a quien está por debajo. De todas formas, como bien apuntas, en general, vivimos en un tiempo en que “esperar” desespera. Nos han metido ese virus.