¿Y si investigar el impacto de Internet en el comportamiento colectivo fuera tan urgente como la Covid?
POST Nº 660
Ayer tropecé con un artículo en la e-magazine Vox, que trata sobre un tema al que vengo dándole vueltas en este blog desde hace tiempo. Reseña un paper publicado esta misma semana en la prestigiosa revista científica PNAS por un grupo de 17 investigadores de distintas disciplinas, desde biólogos, ecólogos y ambientalistas hasta psicólogos, antropólogos y expertos en asuntos públicos.
Lleva por título: Stewardship of global collective behavior, y su tesis principal es que el impacto de las redes sociales y las tecnologías de Internet en los ecosistemas de información y en el bienestar humano es un asunto tan trascendental y urgente que merecería ser reconocido e investigado como una “disciplina de crisis”. Ya veremos qué significa eso porque tiene enjundia pero, por resumir, lo que dicen estos científicos (y yo estoy de acuerdo) es que vamos lentos y demasiado confiados.
Esto me resuena especialmente porque es un problema que trato con cierta amplitud en mi (futuro) libro de inteligencia colectiva. Me refiero a esa tentación tan contemporánea de tomar atajos tecnológicos que, pareciendo inteligentes a corto plazo, pueden provocar a la larga daños irreparables, que no estamos siendo capaces de medir, ni anticipar. Las razones de ese déficit son, para mí, estas:
- No se están dedicando suficientes recursos públicos a investigar ese impacto con la relevancia que merece. Es un tema en el que la ciencia está manifiestamente sub-financiada. Se invierte mucho más dinero en desarrollar tecnologías que en evaluar y modular su impacto social.
- Las empresas tecnológicas líderes, conocidas como GAFA, que están definiendo el campo de juego, no están interesadas en que esa investigación sea crítica, ni realmente independiente. Tienen sus propios investigadores, y cuando financian ciencia de instituciones académicas, lo hacen limitando y controlando el acceso a sus datos.
- Los cambios son tan acelerados que siempre vamos muy retrasados en comprenderlos y legislar sobre ellos, empezando por la propia Administración. Esto siempre ha ocurrido, pero hoy esa brecha es más profunda.
- [esto, quizás, es lo más grave] Existe una confianza y creencia generalizadas en que el sistema será capaz de autorregularse por sí solo, como ha ocurrido (en parte) con otras disrupciones tecnológicas, lo que desincentiva el interés -y la urgencia- de intervenir.
Del artículo de Vox me fui directamente al paper de PNAS, para entrar en los detalles. En el primero se incluyen también fragmentos de entrevistas que le hicieron a algunos autores, y que aportan luz sobre qué les motivó a escribirlo. Intentaré citar y resumir las ideas que más me interesaron de los dos documentos.
¿Por qué deberíamos preocuparnos más por el impacto colectivo de las tecnologías de Internet?
Los autores sostienen que las Redes Sociales e Internet pueden tener un impacto dramático e insostenible en el futuro de la humanidad, si no se estudian y calibran bien sus consecuencias. No son ludita. Reconocen que la influencia de estas tecnologías entraña tanto riesgos como oportunidades, pero reclaman mucha más investigación multidisciplinar para entender cómo nos pueden afectar.
Los autores identifican grandes “cambios clave” que producen estas tecnologías en los ecosistemas sociales:
1. Mayor escala de las redes sociales humanas
Las redes sociales han reestructurado drásticamente la forma en que nos comunicamos en un período de tiempo increíblemente corto. De las 7.8 mil millones de personas que conforman nuestra red global, 3.6 mil millones ya acceden o usan de alguna manera las tecnologías de Internet (este dato sobrepasa cualquiera de mis estimaciones). Al mismo tiempo, las barreras del idioma se están disolviendo con la conectividad global y las aplicaciones de traducción automática que son cada vez más eficaces. Todo esto hace que “la evolución cultural ocurra en una escala de tiempo mucho más rápida”, lo que “moldea radicalmente el comportamiento humano colectivo”. Expandir la escala de conexiones a esa magnitud tiene necesariamente “consecuencias funcionales”, porque además de resultar raras en el mundo natural, la experiencia de estos investigadores les dice que “también suelen ser ecológicamente inestables” al incrementar las vulnerabilidades.
2. Cambios en la estructura de la red
Las tecnologías de la comunicación permiten a las personas interactuar con mayor frecuencia y hacerlo con personas de áreas geográficamente muy distantes. Los vínculos que abarcan distancias de red tan alejadas pueden tener consecuencias profundas en la propagación global de comportamientos y tendencias, incluida la desinformación, que se difunde y replica a una velocidad sin precedente para los ecosistemas que hemos conocido hasta ahora.
El artículo advierte, además, que “los individuos hiperconectados poseen hoy una influencia descomunal”, y que es poco probable que ese protagonismo se traduzca únicamente en producir información de más calidad: “esa popularidad puede ser el resultado de una ventaja acumulativa o de la tendencia a evocar una respuesta emocional”. Estructuras de red disfuncionales pueden ocasionar efectos dañinos como cámaras de eco y polarización, erosión de la confianza, crisis migratorias o la propagación mundial de inestabilidades locales.
3. Retroalimentación algorítmica
“Tenemos poca información sobre cómo los millones de decisiones algorítmicas aparentemente menores, que dan forma a los flujos de información cada segundo, podrían estar alterando nuestro comportamiento colectivo”, dice el artículo. Por eso se necesita investigar mucho más el impacto que tiene la toma de decisiones algorítmicas (contratación de personal, créditos, asistencia sanitaria, policía, justicia criminal, etc.) en los comportamientos individuales y colectivos.
Por ejemplo, se indica, los algoritmos diseñados para filtrar, seleccionar y mostrar la gran cantidad de información disponible en línea, combinados con la tendencia de las personas a buscar entornos sociales amigables, pueden inducir a profundos sesgos en la realidad percibida.
¿Intervenir o dejar que el sistema se autorregule?
Este es para mí el debate de fondo. La gran interrogante es si hay que intervenir y si se puede hacer bien desde las políticas públicas, o si lo mejor es dejar que el sistema lo resuelva solo, confiando en que va a ser suficientemente sabio para autocorregirse. Esta es la gran cuestión.
Los autores se alinean claramente con la primera opción. Están muy preocupados porque “no hay razón para creer que la dinámica social humana [vinculada al impacto de la tecnología en los ecosistemas de información] será sostenible o conducente al bienestar si no se gestiona”. Se quejan de que, como ocurría antes con el cambio climático, “tiende a existir esa confianza general en que todo saldrá bien, que la gente eventualmente aprenderá a filtrar las fuentes de información y que el mercado se encargará de ello”, pero que no hay ningún motivo para estar seguros de que “la buena información va a llegar a la cima de cualquier ecosistema que se haya diseñado”.
Carl Bergstrom, uno de los autores, explica en Vox que cuando habla con la gente sobre la adicción al teléfono, las redes sociales o la desinformación, sí observa que hay preocupación, sobre todo en los padres y madres, pero la atención se centra sobre todo en los efectos a nivel individual. Sin embargo, “se habla menos sobre los cambios estructurales a gran escala, en los comportamientos colectivos” que esto está induciendo.
Para colmo, no tenemos una buena parte de los datos que se necesitan para averiguar cómo, y en qué grado, las personas están expuestas a fuentes erróneas, y en qué medida eso influye en el comportamiento colectivo. La mayoría de los datos que se requieren para profundizar en esas preguntas, para comprender las externalidades que estas tecnologías producen en la salud y el bienestar, están en manos de las empresas que gestionan las plataformas donde la gente interactúa. Y es preocupante que no tengamos mecanismos suficientes, amparados por ley, para exigir el acceso a una información que es tan relevante para moldear nuestro futuro.
Esa ausencia e incapacidad de respuesta es aprovechada por las compañías tecnológicas que invierten muchísimos más recursos en el desarrollo de sus sistemas y dispositivos de lo que dedica la sociedad para comprenderlos y regularlos. Mientras tanto, hay bastantes señales de que algunos modelos de negocio que siguen estas compañías pueden ser incompatibles con una sociedad sana. Por eso, sin un marco de análisis basado en evidencias, las empresas seguirán “abriéndose camino” sin un verdadero contrapeso social. Se necesita más ciencia, pero será siempre insuficiente, advierten los autores, si esas compañías: 1) muestran mano dura en el acceso a los datos, y, 2) distorsionan el efecto neto de la investigación financiando solo lo que les interesa.
Emerge aquí, de nuevo, un debate básico que -como reconoce el artículo- es muy antiguo: ¿los procesos conductuales a gran escala son autosuficientes y autocorregibles, o requieren una gestión y orientación activas para promover un bienestar sostenible y equitativo? Sobre esto, cada lector o lectora tendrá su propia respuesta pero detenerse a pensar en ello ya es un avance.
Gestionarlo como una disciplina de crisis
Por las razones anteriores, los autores argumentan que el estudio del comportamiento colectivo que producen las tecnologías de Internet, y en particular las redes sociales, debe elevarse a la categoría de “disciplina de crisis”. Si estas tecnologías, como es evidente, “han cambiado la forma en que las personas obtienen información y se forman opiniones sobre el mundo”, entonces es un tema suficientemente importante para que se investigue bien y con urgencia.
Para que se entienda mejor su propuesta, una “disciplina de crisis” es aquella en la que:
- científicos de diferentes campos
- trabajan rápidamente
- para abordar un problema social urgente.
Así se hace, por ejemplo, en la biología de la conservación para intentar proteger las especies en peligro de extinción o en la investigación de la ciencia climática con el fin de detener el calentamiento global. Bergstrom lo explica de esta manera:
“Para mí, una disciplina de crisis es una situación en la que no se tiene toda la información que se necesita para saber exactamente qué hacer, pero no hay tiempo para esperar a averiguarlo”.
Este escenario es muy parecido al que se dio con la Covid entre febrero y marzo de 2020. El impacto de las tecnologías de Internet en el comportamiento humano responde a un reto similar y por eso, como dice Joe Bak-Coleman, otro de los autores, se necesita impulsar una acción urgente, semejante a la que se está promoviendo con esos otros retos globales en los que ya hay consciencia, porque “no tenemos tiempo para esperar y tenemos que empezar a abordar este problema ya”.
Por ejemplo, la forma en que se investiga el cambio climático involucra un espectro amplio de disciplinas, desde químicos hasta ecologistas. Mientras tanto, “las ciencias sociales tienden a estar bastante fragmentadas en subdisciplinas, sin mucha conexión entre ellas”. Como insiste tanto el bueno de Javier G. Recuenco, hay que incorporar una perspectiva de sistemas complejos en el análisis, y esto demanda una colaboración sin precedentes entre científicos de una amplia gama de disciplinas académicas: “necesitamos un trabajo transdisciplinario radical, descubrir cómo unirnos y hablar de todo eso” porque, al mismo tiempo, “tenemos que tomar medidas”, insisten los autores.
Un reto asociado es que si queremos “gestionar” de alguna manera el comportamiento colectivo, al menos para anticipar emergencias críticas que pongan en riesgo nuestra supervivencia, necesitamos encontrar formas rápidas de compartir y comunicar los resultados de la investigación, evitando los retrasos prolongados que genera la revisión por pares, que son incompatibles con las escalas de tiempo que imponen los ecosistemas digitales. Derivado de esto, para que los métodos de comunicación científica alternativos tengan éxito, las universidades e instituciones deben encontrar formas de incorporar esas aportaciones en las decisiones de financiación, contratación y promoción.
Según uno de sus autores, el documento es un llamado a las armas, e intenta decirnos: “Oye, tenemos que resolver este problema y no disponemos de mucho tiempo”. Para ellos, no hay mucha diferencia entre la magnitud de este problema y el de la crisis de la Covid. Vale, no hay estadísticas alarmantes de fallecimientos como en la Pandemia, pero pueden estar acumulándose efectos latentes, sistémicos, que tarden en manifestarse pero con un impacto dramático en el bienestar humano. Esos efectos son graduales, imperceptibles, como la fábula de la rana hervida, así que hay que examinarlos con perspectiva.
Por otra parte, no se trata de una respuesta binaria: “redes sociales SÍ o NO”, sino de optimizar las dosis, en la medida de lo posible, adoptando políticas basadas en la evidencia. Podemos sobrevivir a las redes sociales, pero queremos hacerlo bien, o lo mejor posible. Y esto necesita más y mejor ciencia.
NOTA: La imagen del post pertenece al álbum de Geralt en Pixabay.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscríbete a este blog” que aparece a continuación. También puedes seguirme en Twitter o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva