Infraestructuras para el desorden: Málaga y el diseño urbanístico
POST Nº 674
Hablemos de uno de mis temas favoritos. Ya avancé algo de esto en mi libro de inteligencia colectiva: creo en la bondad de los «efectos emergentes». También en que se puede «diseñar para la emergencia», que es mi manera de referirme a la cuestión que trata «Diseñar el desorden», el ensayo de Pablo Sendra y Richard Sennett que acaba de publicar Alianza Editorial. El libro retoma, cincuenta años después, «Los usos del desorden» de Sennett, una obra en la que se alertaba por primera vez sobre los efectos nocivos de los desarrollos urbanos rígidos y predeterminados.
Sobre el libro
En cuanto a mi experiencia de lectura, seré breve. El mensaje de Sendra y Sennett es interesante y oportuno, pero el ensayo se me hizo algo recursivo por la repetición de las mismas ideas, usando frases y argumentos muy parecidos en distintos sitios. He echado en falta una mayor diversidad de ejemplos que ayuden a aterrizar las ideas, porque los citados también se repiten bastante (por ejemplo, el de la plaza Gillett Square en Londres), lo que puede confirmar algo que ya sé: el modelo propuesto es más difícil de llevar a la práctica de lo que se insinúa. Dicho esto, me gustó y sirvió para ordenar algunas ideas sobre «urbanismo abierto» que tenía dispersas.
Hay libros que se hacen especiales contando lo que ya sabemos de un modo diferente, con una belleza en las palabras o una sofisticación intelectual ―en el mejor sentido― que producen deleite al leerlos. Gozas con la forma de contarlo (el cómo) y no tanto con el mensaje de fondo (el qué) porque ya lo conocías. Los textos de Sennett suelen destacar en eso, y este no es una excepción.
Una mirada crítica del urbanismo
No soy un experto en urbanismo. Estoy muy lejos de eso, pero es un ámbito que cada vez me atrae más ―y sobre el que leo más― porque me ayuda a ver y percibir la ciudad, los entornos donde habito, de un modo distinto.Leer y seguir a Doménico di Siena (@urbanohumano) me abrió, en su momento, a esta perspectiva. Gracias a eso, dejé de ver el urbanismo como un dibujo que describe la disposición de entornos físicos optimizados, para capturar otros códigos intangibles como la ideología embebida en ellos, las relaciones de poder que subyacen en esos espacios, o las emociones que producen. He ido entrenando la mirada, todavía muy inexperta, para «examinar atentamente las relaciones entre lo construido y lo social». Después empecé a conectar todo eso con la «inteligencia colectiva» y a descubrir que el grado de participación puede verse muy influido por cómo se distribuye físicamente la geometría urbanística. El valor de cultivar una mirada de urbanismo crítico está estupendamente explicada en esta idea, que me ha gustado mucho:
Todas esas dimensiones materiales, sociales y culturales [del urbanismo] influyen sobre cómo la gente percibe a los desconocidos en el ámbito público y pueden animarla a caminar más deprisa o quedarse en el espacio público, y también sobre cómo la gente se dirige a los demás e interactúa con ellos mediante el contacto visual, los saludos y las conversaciones resultantes.
Málaga, mi ciudad, vista desde el libro
Málaga, donde resido, es un ejemplo de «ciudad exitosa» que se cita hoy en la mayoría de los foros. Por eso, mientras leía el libro, no pude dejar de pensar en la Málaga que me gustaría vivir, y he sentido que el modelo urbanístico que se está impulsando aquí hace poco por «humanizar la ciudad» del modo que cuenta este ensayo. Me ha remitido, por ejemplo, a aquel triste proceso de reemplazo de chiringuitos tradicionales del paseo marítimo de la zona Este por cajas blancas clónicas y uniformes. Contenedores higienizados sin alma, ni personalidad, que te puedes encontrar en cualquier sitio.
Si uno examina de forma crítica la evolución urbanística de esta ciudad, se da cuenta que prevalece una lógica de impulsar grandes intervenciones desde arriba, como si de un «parque de atracciones» se tratara. El modelo que se promueve es deslumbrante para el turista que está dispuesto a pagar por él, pero efímero para el residente, que convive todos los días con un entorno que le parece cada vez más extraño y hostil. Es una Málaga de dos velocidades que no se entienden entre sí, y en la que la autenticidad local se va sustituyendo por la copia y el benchmarking.
La red de grandes museos, si bien ha tenido un efecto de recambio para la imagen turística de la ciudad y la captación de ingresos, funciona sin apenas conexión con el ecosistema cultural local. Esos enclaves no son, ni mucho menos, espacios de participación. Son franquicias que pueden estar en cualquier lugar, con una permeabilidad muy pobre con el entorno. Y, claro, no hay nada más rígido y predeterminado que las franquicias. Accedes a ellas a cambio del libro gordo de Petete repleto de cláusulas restrictivas de uso. Si quieres pavonear de marca, deberás ceñirte al corsé impuesto, un guión lucrativo que desdeña por definición cualquier intento de «desorden saludable».
Mi ideal urbanístico ha sido siempre el de los barrios en que «se vive en la calle». Es el de las ciudades espontáneas, vivas, que ponen en valor su pasado y su presente, que conectan a los vecinos a través de entornos cálidos y llenos de significado, que saben reconocer la belleza de lo pequeño, y en las que los visitantes o turistas asisten y experimentan la efervescencia local desde la contención que se espera de alguien que viene, pero se va. Un modelo así solo puede impulsarse desde una fuerte sensibilidad abierta y participativa, que coloque a los residentes locales en el centro de todo. Eso no es lo que yo estoy viendo en Málaga, y lo triste es que el ánimo quirúrgico que sobreexcita las intervenciones urbanísticas usa y abusa de la misma coartada: lo moderno-cosmopolita vs. lo provinciano. Cualquier persona que defienda aquí construir desde abajo, desde las complicidades, arraigos y tradiciones de lo local, será tachado de provinciano y negado a la cultura. Mientras tanto, nos vamos pareciendo cada vez más a cualquier otra urbe de esas que te encuentras en muchos sitios del mundo globalizado. Y los indicadores que se están usando para medir el «éxito» están muy lejos de los que deberían utilizarse desde la óptica del bienestar ciudadano de la gente que vive aquí.
El libro propone dos paradojas que también encajan, como un guante, en lo que yo veo en Málaga. La primera: «El capitalismo flexible se desarrolla ahora en una ciudad rígida», porque los poderosos promotores inmobiliarios tienden a favorecer la homogeneidad, los diseños predeterminados y predecibles. La segunda: «la ciudad hipercapitalista de hoy ha conseguido mercantilizar y apropiarse de muchas de las cosas que eran consideradas revolucionarias en los años setenta», de modo que es bastante posible que veamos intervenciones pretendidamente abiertas que no son más que fachadas atractivas sin un contenido participativo auténtico.
«Infraestructuras para el desorden»: ¿cómo son?
A mí la crítica sin una propuesta de alternativas sostenibles no me va, así que me voy a centrar ahora en las alternativas urbanísticas a esa Málaga rígida y acartonada que he descrito antes, para potenciar una ciudad que aproveche mucho más la iniciativa de sus ciudadanos, y ese espíritu de «desorden saludable» que defiende el libro. Aclaro que no estoy diciendo que haya que borrar todo lo hecho hasta ahora. Hay intervenciones positivas, pero el modelo predominante (y la ideología que lo inspira) apunta claramente en otra dirección.
Pues bien, resulta que se puede ayudar a la gente ―desde el diseño urbanístico― a vivir con la ambigüedad, la contradicción y la complejidad, y a beneficiarse de ellas. Para eso hay que desplegar «infraestructuras para el desorden», que los autores definen como «intervenciones iniciales que crean las condiciones para el uso no planificado del espacio público». Son aquellas que permiten la aparición de configuraciones sorprendentes a través de la innovación comunitaria, de-abajo-a-arriba.
Sendra y Sennett sostienen ―es la tesis principal de su obra ― que se puede caracterizar y diseñar el ADN de esos «espacios liberadores». Intentaré hacer un resumen, a mi manera, tal como lo he entendido yo, de diez rasgos de diseño de esas infraestructuras que favorecen el desorden:
1. Conectar espacios muy dispares (cultural y económicamente) a través de «territorios de paso»
Estos territorios buscan convertir «espacios vacíos» (y evitados) en «espacios de transición». Este asunto atraviesa todo el libro y me parece de los más relevantes. Es una forma de ―en palabras de los autores― generar «cosmopolitismo», o sea, «mejorar la capacidad de los residentes de la ciudad de descubrir, negociar y poner en valor la diferencia». Me encanta esta forma de entender lo «cosmopolita», y esto se concreta más en el siguiente punto.
2. Poner en valor los márgenes como puntos de encuentro entre diferentes
Esto es, identificar las calles y espacios públicos que tienen el potencial de convertirse en «lindes permeables» entre distintas comunidades, y colocar allí (en lugar de en los centros de cada una) recursos comunitarios para propiciar el contacto entre colectividades racial y económicamente distintas.
3. Propiciar que la ciudad sea mucho más experimental
Dejar infraestructuras deliberadamente inacabadas, usar «formas incompletas» como se hace en artes plásticas al dejar una escultura inacabada. Arquitecturas abiertas y flexibles que den juego a la posibilidad de construir adaptaciones o añadidos peculiares a los edificios existentes.
4. Fomentar la disonancia y las conexiones improbables
Los autores proponen facilitar usos públicos que no encajen tan claramente entre sí. En vez de tanta uniformidad entre los establecimientos, inducir a la sorpresa. Por ejemplo, dicen, ubicar una clínica para tratar personas con Sida en medio de una calle comercial. Y, ¿por qué no?
5. Ubicar nuevos recursos comunitarios en los espacios públicos para que adquieran vida
Por ejemplo, farolas, quioscos, bancos de madera ―para que la gente pueda sentarse o pasar el rato―, contenedores donde almacenar equipamiento de juego, pistas de skate, mesas de ping pong, campos de baloncesto, equipamiento audiovisual y otros que puedan utilizarse en las plazas para diversas actividades. Todo esto acompañado de una red de voluntariado (¡¡aquí va el software!!) que dinamice esos espacios, saque y vuelva a guardar los recursos comunitarios en los contenedores, y se encargue de otras necesidades organizativas que ese tipo de espacios requiere.
Es importante entender que, como explican los autores, si una enorme zona verde entre bloques de edificios no dispone de ciertos servicios e instalaciones para que sea interpretada como un «espacio de interacción», se quedará como eso: «un espacio vacío que no anima a socializar». También añaden, con razón, porque yo lo vivo en mi entorno: «Muchas iniciativas vecinales tienen problemas a la hora de encontrar espacios para, por ejemplo, un cineclub, clases de cocina o reuniones. Con frecuencia, este tipo de actividades quedan hacinadas en un espacio pequeño en un centro comunitario, que por otro lado son cada vez más escasos».
6. Identificar y echar abajo barreras, muros, vallas y puntos de control
Nuestras ciudades están repletas de estas aduanas clasistas que bloquean o hacen difícil el intercambio y la exposición a lo desconocido: «Cuando la gente se encierra, lo que hace es alejarse de la diferencia, y eso aumenta la desconfianza».
7. Crear «espacios inciertos», como «plataformas»
Eso tiene que ver con el punto 3. Se trata de habilitar espacios que no tengan un uso predeterminado que restrinja posibilidades. Acoger la informalidad, los comportamientos espontáneos, en vez de querer domesticar y planificar todo lo que ocurre en el espacio público. A menos acotado esté de inicio, más tiene que participar (y negociar) la gente para dotarlos de contenidos.
8. Priorizar los bienes públicos y la autogestión
Mantenimiento de los bienes públicos y de las instalaciones educativas para la comunidad, así como la generación de más espacios gestionados por ella.
9. Aprovechar y potenciar lo que ya existe
Identificar los procesos emergentes aún latentes en el ámbito público, por ejemplo, las «relaciones de solidaridad e intercambios» existentes, y producir maneras nuevas e innovadoras de reordenar las cosas de tal manera que esos procesos puedan ser reforzados y tengan lugar nuevas asociaciones y posibilidades. Muchas veces no hay que reemplazar nada, sino aprovechar y potenciar lo presente.
10. Tomar consciencia ciudadana del valor de las infraestructuras
Introducir nuevos dispositivos que hagan que la gente tome consciencia de la infraestructura y se implique con ella, para que esta deje de ser un cómodo elemento «cajanegrizado». Y si es posible, participe también en su coproducción en lugar de ser meros consumidores. Por ejemplo, promover instalaciones de energía solar de propiedad comunitaria o huertos que requieran un mantenimiento colectivo.
En este punto, no quiero dejar de recomendar la deliciosa guía sobre «Las infraestructuras», que escribió Alberto Corsín dentro de la colección de La Aventura de Aprender, que coordina el gran Antonio Lafuente. Ayuda muchísimo a entender lo que significan esas grandes desconocidas, y, sobre todo, las enormes oportunidades que tenemos de que la ciudadanía «se haga cargo» de ellas, repensándolas y «jugando» con sus posibilidades.
Mis dudas con el desorden, que también las tengo…
Lo primero que voy a reconocer es esto: soy consciente de que a más viejos nos volvemos, más defendemos el orden. Creo que en esta cuestión hay un factor generacional que pesa mucho a la hora de reivindicar su contrario: el desorden. Nos volvemos más conservadores, pero también, más sabios, porque incorporamos la experiencia. Menos idealismo que favorece lo disruptivo, pero más realismo que sostiene la viabilidad. Sennett es una excepción, porque no parece estar condicionado por este dilema.
Hay un rasgo del diseño del desorden que se presta al debate. A mí, en principio, me gusta como idea y lo asocio efectivamente a las «ciudades abiertas», pero Sendra y Sennett parecen no sentirse cómodos con él. Me refiero a la cadencia lenta de los cambios. Esto desmontó, para mi sorpresa, una idea edulcorada que yo tenía de la urbanista Jane Jacobs. Según ella, explican los autores del libro, «una ciudad abierta se mueve despacio, la gente digiere y se adapta mejor al cambio a medida que ocurre, paso a paso», lo que la hace más sostenible: «la gente se preocupa por los espacios porque ha vivido en ellos, como si hubiera anidado. El tiempo genera un vínculo con ellos ».
Este concepto del cambio «slow», como fuente y expresión de autenticidad, me inspira muchísimo, y creo que es una reflexión que hay que recuperar en el urbanismo, y en todo. Es así porque los promotores e inversores lo que quieren es un ritmo acelerado, «planes maestros», echar abajo y hacerlo todo nuevo. Y, claro, a más precipitación, menos tiempo nos dan para organizar la resistencia o para reflexionar sobre las ventajas de lo bueno vs. lo nuevo. Pero aquí también aflora la contradicción. No todo el monte es orégano. Hay entornos con tantas carencias en los que no valen los cambios cosméticos, así que pedir «cambios lentos» sería adoptar una postura en exceso conservadora, y es por eso por lo que los autores critican el punto de vista de Jacobs. Según Sendra y Sennett, «si queremos que el desarrollo urbano sea abierto, no podemos contrarrestar esas fuerzas [las de la política económica actual] pidiendo que se espere o que se vaya más despacio». En situaciones así, se necesita imprimir velocidad e impulsar grandes obras, pero, añado, con la participación ciudadana. Yo sigo sintiéndome incómodo con este dilema. Habrá que ver cada caso.
Mi otra gran duda con el desorden ―y es la principal― tiene que ver con el desgaste mental que produce la incertidumbre del descontrol. Los autores hablan de esto, pero he echado en falta un examen más empático, más realista y menos normativo. Siento que se pasa de puntillas sobre este inconveniente, como si solo se tratara de hacer una mejor pedagogía. Yo, que soy padre, entiendo muy bien el papel de las normas como dispositivos que permiten relajarse cuando estamos con nuestros hijos en los espacios comunes. Las normas «tranquilizan», y ese es un valor deseable. Las normas «orientan», y eso permite ahorrar energía. Pero también «pasivizan», nos vuelven ajenos a la definición del marco, y ahí está el problema. Aun así, no restemos importancia a las dos ventajas anteriores.
El discurso de «convertir la incertidumbre en una oportunidad» es seductor, queda estupendo en negro sobre blanco, pero, después, la vida se encarga de ponerlo en su sitio. Hay grados de incertidumbre que son agradables, que uno puede interpretar como espacios para la sorpresa, pero hay un punto a partir del cual empiezan a ser una desagradable fuente de estrés, y esto también ocurre con el urbanismo.
Que hace falta más desorden, OK, pero… ¿dónde ponemos el límite a partir del cual comienza el desorden tóxico? Es ahí donde vale la pena detenerse, profundizar, y no veo que eso se responda bien en el libro. El ensayo se centra mucho en describir el exceso de orden, pero dice poco de en qué momento conviene dejar de desordenar. Explicar lo segundo, qué es lo que no debe cambiar, ayudaría a estar más abiertos al cambio. Si sabes qué no debes desordenar, estás más abierto a que se desordene. Si demasiado orden dificulta la espontaneidad y la improvisación, ¿cuándo habría demasiado desorden? Ahí echo en falta más reflexión, y es la que me parece más urgente para que un relato así no asuste.
¿Nápoles o Frankfurt?
Nápoles es un buen ejemplo de ese dilema. Hay gente que la ve como una ciudad fea. Otros, como una caja de sorpresas que emana espontaneidad. Claro, hay mucha ideología en esas dos miradas. Los autores afirman que «una ciudad abierta funciona como Nápoles, una ciudad cerrada como Frankfurt», entonces: ¿qué modelo de ciudad te gustaría más para vivir?
Yo, al leer esto, me pregunté qué opción preferiría un habitante de Málaga si le hicieran una consulta así, y, sinceramente, tengo muchas dudas de cuál ganaría: ¿Frankfurt o Nápoles? No conozco bien ninguna de las dos pero sospecho que ambas tienen virtudes y defectos, y que mezclar configuraciones sería la elección más inteligente.
Más retos con el desorden
Es verdad que los sistemas vivos siempre acogen conflictos y disonancias. Que eso ocurra es una evidencia de dinamismo, de nervio social. Normalizarlo responde a una «visión ecológica» de las comunidades humanas que tiene un impacto en cómo se diseña el urbanismo. En vez de evitar o esconder el conflicto, se deja fluir para que energice la amalgama social y muscule la construcción colectiva. Hacer una buena pedagogía de este cambio de enfoque sigue siendo una asignatura pendiente. Pero esto, otra vez, tiene unos límites que son aceptables para una convivencia saludable. Si el desorden se define como un «estado de inestabilidad», y así lo es, no es fácil convivir mucho tiempo con el conflicto que genera un grado excesivo de complejidad, que puede llegar a atragantarse.
Otro tema relevante es examinar con honestidad y espíritu autocrítico las dificultades ―reales― que entraña la autogestión «desordenada», la que se promueve sin normas explícitas. Lo que yo he visto es que la mayoría de las iniciativas que discurren así, en modo puro de «deja que ocurra», funcionan bien a corto plazo, son chutes de adrenalina de la buena, pero no se sostienen en el tiempo. Esto no sería un problema si solo quisiéramos promover acciones puntuales, ventanas que se abren y se cierren rápido. Pero si buscamos iniciativas sostenibles, hay que sistematizarlas, y no hay manera de «sistematizar» sin introducir orden. Sistematizas sabiendo que te pierdes cosas, que reduces los márgenes de libertad e improvisación, pero es un tradeoff por el que hay que pasar.
Así que el reto no está tanto en desmontar las normas, sino en una apropiación crítica y selectiva de esas normas. Como dicen los autores ―y esto me gustó―, hay un tipo de «desorden» que no implica el diseño de formas desordenadas per se, sino que se plantea como una reacción al orden impuesto: «que se mueve para desafiar el sistema y proponer alternativas». En este caso, se puede producir un nuevo orden gracias a «desordenar» el que se asume como ajeno.
Por último, no dejo de darle vueltas a la idea de que la sociedad contemporánea tiende a adoptar modelos reacios al desorden y la experimentación no solo por la presión hegemónica del capitalismo inmobiliario. Hay otras razones de fondo que habría que examinar con honestidad. Cuando la gente compra o quiere vivir cerca de un gran centro comercial, o decide enrejar el espacio exterior de sus urbanizaciones, lo hace por motivaciones que son legítimas y razonables: desde una mayor comodidad, hasta ahorrar gastos, sentirse más segura o reducir estrés. En vez de ser tan paternalistas, deberíamos profundizar en las causas de por qué ocurre eso, para ofrecer soluciones que hagan más atractivas las alternativas. El pensamiento crítico debe ser más empático para que incida en cambios reales. Además de llamar a la resistencia, se necesitan soluciones que fluyan con un grado de desgaste asumible.
También es verdad ―y esto es importante―, como responde Sennett a una de las preguntas de la conversación que mantiene al final del libro con Sendra, que «la gente no tiene los conocimientos para saber qué alternativas existen, por lo que vuelven a caer en lo que les es familiar. Desconocen lo que es posible». Por eso, añade el sociólogo: «el arquitecto-urbanista debe mostrarles lo que la experimentación podría abrirles, las posibilidades que existen», y que a partir de eso, se experimente en coproducción con la ciudadanía. Creo que si el desorden se experimenta de esa manera, si se canaliza dentro de un marco asumible (o sea, bien diseñado), es posible que empecemos a disfrutar más al exponernos a la diferencia.
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Juanjo Brizuela
Mira Amalio: https://www.reasonwhy.es/actualidad/malaga-ayuntamiento-convoca-concurso-marca-ciudad
Juanjo Brizuela
Buah Amalio!!! Vaya perlas de inspiración sueltas en este post, sobre un tema que también me gusta pero que tiene que ver con las “marcas-ciudad”. De reflexionar, y trabajar, sobre ello tengo al menos una conclusión: que las ciudades las hacen las complicidades entre espacios y sobre todo personas, más allá de una representación simobólica de la ciudad, que pierde toda la realidad y esconde muchos matices.
Este post es para leerlo y releerlo. Y lo pongo en la cola de seguimiento
Mil gracias Amalio.
Amalio Rey
Jorge, como dice Richi, compro de la Y en vez de la O, a través de capas. Pero eso no te salva de tener que decidir, en cada capa, qué grado de desorden introduces. OK, el orden-desorden no es algo binario porque es un continuo en el que te puedes situar en algún punto. Insisto, es una cuestión de grados. El debate está en, para cada capa (vista como «atributo de diseño» o como «sub/espacio»), si te mueves más a la derecha o a la izquierda de ese continuo. Es lo que tú llamas «nivel idóneo de orden para cada capa».
Lo interesante de lo que dices es que se pueden/deben crear combinaciones. La del solar y la plaza que comentas. Lo de «operar varias capas a la vez». Dicho esto, al final también tienes que mirar el conjunto, porque esas sinergias ―otra vez― agregan un resultado que puedes evaluar desde ese continuo unificado.
Tu enfoque de «experimentar» me parece perfecto. Irnos aproximando de forma iterativa a la solución de convivencia más satisfactoria. Yo en Málaga no veo eso para nada. Se hacen unos planes maestros, con prioridades finitas y cerradas, definidas por estudios que encarga el ayuntamiento con unos objetivos ya predeterminados. No hay nada abierto, ni participativo.
Por cierto. No creo en la gestión basada en el «beta perpetuo». Es una discusión vieja que tengo. Sigo defendiendo disponer de momentos de estabilidad. Por eso apuesto por la «gestión por versiones», que es tan denostada por el pensamiento postmoderno. Momentos de orden y de desorden, pero tiene que haber de los primeros, para descansar, tomar fuerzas y engrasar la sistemática. Tiene que ver con eso que dices de que «no le podemos pedir que sea sostenible a largo plazo sin orden».
Claro que «una infraestructura ordenada puede permitir el desorden». Los autores hablan precisamente de eso. No solo que lo permita, sino que lo fomente. Y la metáfora de la cancha es óptima. Si delimitas bien el marco, la creatividad puede dispararse. Si no pones límites, ni orden, puede pasar que genere parálisis.
Jorge Toledo
Efectivamente, nada nos salva de tener que decidir. Y lo del “nivel idóneo” admito que es un ser de leyenda, muy difícil de encontrar en la realidad.
Pero me parece mucho más manejable definir muy bien dónde estamos queriendo aplicar un nivel de orden concreto. A qué capa, tiempo, etc.
Por ejemplo, si acordamos con un grupo de vecinos que vamos a experimentar durante un solo día con la “capa” de uso de una calle, cortando el tráfico e invitando a usarla como queramos o a hacer todo tipo de actividades, usando solamente elementos móviles de bajo coste y sin pretensión de permanencia, podemos buscar (y alimentar) un nivel de desorden muy alto sin temor a equivocarnos mucho, a confundir o quemar a la gente o a generar problemas muy grandes en otras capas.
Es como jugar un partido acordando previamente que “hoy jugamos sin reglas”. Y en ambos casos uso “acordar” porque el nivel de desorden es más asumible si es consciente, si puede ser conocido, valorado y relativizado.
Mi ejemplo favorito (de los que he vivido) es el proyecto de Dreamhamar de Ecosistema Urbano, donde acordamos con el ayuntamiento que durante cuatro meses íbamos a poder “improvisar” actividades e intervenciones en la plaza sin pasar por las burocracias habituales. La negociación fue larga y complicada, pero llegamos a un marco común en el que el desorden propuesto resultaba aceptable, comprensible e incluso deseable para ese lugar concreto, con un cierto nivel de intervención, en ese plazo, con ese gasto.
Es decir: sigue siendo un reto, pero se facilita muchísimo si acotas a qué nivel estás queriendo buscar el orden o el caos.
Efectivamente, mirar el conjunto de todas las capas y niveles de caos es un tema complicadísimo. Muchos intentamos usar taxonomías y conjuntos de indicadores que nos ayuden a no dejarnos cosas fuera, pero nada sustituye a la actitud observadora, empática y adaptable. Por eso hablaba de humildad: darte cuenta de que, cuando intervienes en un aspecto de la ciudad, puedes estar afectando a aspectos, capas y procesos que ni siquiera tienes en mente. Hay que estar preparado para incorporarlos al proceso conforme surjan.
Yo he fantaseado mucho con la “beta perpetua”, pero ahora lo veo más como tú dices. Necesitamos ir dando pasos, alcanzar hitos, celebrar logros, evaluar avances, etc. La vida misma se apoya en procesos rítmicos: día y noche, actividad y descanso, acción y reflexión, comer y fregar los platos. Y es más fácil encontrar un nivel de desorden que funcione si lo fijamos “en esta capa, para esta versión”.
Amalio Rey
Richi, antes de nada, gracias por participar. A ti y a Jorge. Estas conversaciones son las que dan significado a escribir estos posts tan largos, que me llevan su tiempo. Al grano.
El título apunta ―más bien― a que se puede intervenir para propiciar entornos de «desorden”, y no tanto que haya que elegir entre diseño y desorden. Que el desorden se puede diseñar. Así lo percibo yo. De acuerdo con que hay que actualizar y poner en valor ciertas palabras (anarquía, etc.) que, según en qué bocas se digan, pueden significar una cosa u otra.
Es verdad, hay un tipo de “orden” que puede ser más incierto e inseguro que el “desorden”. Buen punto ese. La clave está, entonces, en ser críticos con el orden establecido, que hemos comprado como “imaginario”.
Cada vez hay más prácticas (ligadas a la emergencia) que se tratan de llevar a término y muchas de ellas fallan. No solo porque no se iteran o sistematizan, sino porque: 1) tenemos mucho que aprender en el diseño de esos dispositivos, y tal vez lo hagamos mal todavía, 2) se intenta ir a modelos puros, cuando sería más viable experimentar con híbridos (orden + desorden), para no entrar como elefante en cacharrería. Con el desorden también se puede llegar a ser autoritarios. De todos modos, muy de acuerdo, Richi, con que hay que experimentar y probar más, para no seguir invirtiendo en lo de siempre.
Los museos-franquicia tienen cero de emergente que, por definición, es de abajo-arriba. Son un ejemplo canónico de arriba-abajo. Lo centralizado vs. lo distribuido. La Casa Invisible en Málaga es lógicamente otra cosa. Pero pregunta a la gente en Málaga cuántas conocen a la Casa, y cuántas han escuchado hablar de los museos, y verás. Necesitaríamos una red distribuida de «casas invisibles», trabajando en paralelo, para que eso se note y impacte realmente en la ciudad. Me refiero a escala macro, porque micro ya lo hace.
Yo sí creo que el urbanismo tiene un peso en las formas y lugares de vida, y que tenemos que seguir hablando mucho, mucho, de eso. Podrá cansarte, pero es un asunto relevante. No hay que poner «una moratoria», sino añadir capas y mezclarlo todo. Se pueden introducir otros lenguajes, y mientras más políglotas seamos, mejor. Ser sensibles con las prácticas de esta disciplina no impide en absoluto ensancharse a otras. Y creo que es un tema crucial porque el urbanismo es, en efecto, uno de los ámbitos más influyentes en la convivencia y quizás de los que tienen el impacto más invisible. Nos falta mucha educación en eso, así que hay que insistir. No puede ser que la gente solo vea un edificio nuevo, si es bonito o no, e ignore otros efectos que están ocultos. El urbanismo impide o facilita cosas. Son “moldes” que hay que aprender a leer, sobre todo antes de que se nos impongan. Y lo peor, una vez que una infraestructura está construida, es tan hardware que cuesta mucho deconstruirla.
Jorge Toledo
Donde dices “se intenta ir a modelos puros, cuando sería más viable experimentar con híbridos (orden + desorden)”, yo diría más:
No existen los extremos puros. Cualquier caso de aparente desorden puro tiene debajo dinámicas que le están dando un orden no explícito. Cualquier caso de orden puro, a su vez, tiene dinámicas que lo hacen menos ordenado de lo que quiere ser. Pueden no ser deseadas, pueden no ser visible, pero están.
Es decir, que coincido contigo, pero iría más lejos: sólo es viable experimentar con híbridos porque no existe otra cosa.
Jorge Toledo
Al hilo de esto, me encantó este ejemplo que muestra hasta qué extremos tenemos que llegar para intentar aleatorizar las cosas al máximo posible, porque no sabemos generar aleatoriedad pura:
https://www.youtube.com/watch?v=1cUUfMeOijg
Ricardo Antón
Aupa Amalio.
Interesante post.
Voy con unos comentarios un poco desordenados 😉
La verdad es que el libro suena sugerente aunque el título se me hace un poco maniqueo con esa especie de falsa dicotomía entre diseño y desorden, que quizá se quede solo en el título, pero que para mi ya se vincula al estereotipo, reforzándolo en lugar de desmontándolo.
El orden que se nos vende hoy en día puede encerrar mucho más incertidumbre e inseguridad que lo que se proyecta como desorden, lo que pasa es que hay todo un imaginario establecido y un ejercicio de producción de subjetividad hegemónica que se encarga de que haya ciertas cosas que nos parezcan seguras-ordenadas (un ejemplo bien perverso de todo esto son los anuncios de Securitas Direct, puro fascismo blando). Es como ese uso que se hace de la anarquia ligada a altercados caóticos en lugar de a un modelo de gorbernanza distribuido, antiautoritario y autogestionario que encierra en sí mismo mucho orden (y es que claro, los sistemas, cuanto más autoritarios, más quieren proyectar una idea de orden y seguridad que deben mantener bien lejos de lo anárquico como posibilidad).
Con una de las frases que me quedo del post es con que “el modelo propuesto [ligado a lo emergente y desordenado] es más difícil de llevar a la práctica de lo que se insinúa”. Quizá esto sea así porque lo que pasa es que hay muy pocas prácticas que realmente se lleven a término y si las hay, tienen muy pocas iteraciones. Creo que cuando se van practicando, se va viendo que ofrecen resultados, en muchos casos incluso bastante acelerados y muchas veces con inversiones ligeras respecto a las necesarias para abordar las soluciones ofertadas por el orden tradicional. Se acusa de que no funciona lo que no se llega ni a dejar experimentar, mientras se sigue invirtiendo en lo que ya se sabe que no funciona pero que mantiene la inercia-apariencia de normalidad-seguridad.
Me parece interesante el caso de Málaga. Por ejemplo, la proliferación de museos-franquicia, más que a un modelo “ordenado”, podría asemejarse a un modelo emergente tipo cancerígeno. Pero a la vez, en Málaga también existe La Casa Invisible, que bien puede cumplir muchos de los puntos del decálogo del post y que lleva años evolucionando en modo slow, teniendo que, a la vez que trabaja en construir un modelo alternativo, defenderse del asedio del modelo institucional-ordenado-cancerígeno.
Y ya, por tirar a lo loco de otro hilo, también estoy bastante cansado del peso del urbanismo en el debate sobre las formas y lugares de vida. Estaría bien pensar sobre todo esto poniendo una moratoria a la disciplina-lenguaje-lógicas urbanismo/arquitectura/diseño (y a sus profesionales), para ver que pasaría si lo pensásemos y practicásemos desde otras prácticas-lenguajes-disciplinas-sentires… Sería un buen ejercicio especulativo.
Jorge Toledo
¡Vaya post jugoso! Conforme lo iba leyendo se me iban acumulando los melones abiertos y ahora apenas sé a cuál hincar el diente.
Así que (sin haberme leído el libro, que igual habla de esto) voy a tirar de un hilo un poco transversal a muchas cosas que comentas, por si aporta otra forma de mirar:
Quizás sea una trampa mental ver el orden y el desorden como excluyentes, y una liberación pensar que pueden coexistir y de hecho coexisten.
Una ciudad, y de forma recursiva cada espacio y subespacio de ésta, se puede ver como un montón de “capas” o corrientes superpuestas y entrelazadas (por llamarlas de algún modo). Y cada capa puede tener un nivel diferente de orden, del mismo modo en que tienen velocidades, costos, identidades, dinámicas de poder, agentes y procesos diferentes y en constante negociación. A veces hay sinergia entre ellas, como el solar abandonado donde unos vecinos montan un huerto, y a veces choque o contraste, como la plaza dura diseñada por un dictador sobre la que se produce una acampada revolucionaria.
Yo visualizo al urbanista contemporáneo (o cualquier profesional que trabaja en/con/para el desarrollo urbano o territorial) como alguien capaz de operar en varias capas a la vez, o al menos de ser consciente de las otras cuando interviene en una de ellas. Y además debe de ser capaz de explicar a las personas y organizaciones afectadas o implicadas esos niveles, hacerlos visibles y destripar sus cualidades, oportunidades y límites. Sólo así podemos participar del desarrollo urbano con claridad, con expectativas ajustadas y evitando frustraciones.
Cada capa tiene sus tiempos, sus recursos, su modo de operar idóneo, etc. Y podemos movernos de forma diferente en ellas, con reglas de juego, límites y libertades diferentes. Buscando el orden en unas y dando cancha al desorden en otras.
En un mismo ámbito o lugar podríamos, por ejemplo:
– Experimentar libremente durante “x” tiempo con las actividades o la forma de usar el espacio. Poner unos pocos recursos, fijar algunos límites de contorno y ver qué pasa, surfeando los remolinos en la acelerada superficie de la ciudad.
– Ir haciendo un estudio o diagnóstico a más largo plazo para entender otros aspectos del lugar, buceando un poco hasta donde las aguas se calman y se puede ver con claridad.
– Tratar de ir “decantando” lo que aprendamos de la experimentación en una base más sólida, costosa, rígida o permanente. Como un proyecto de remodelación del espacio o la construcción de una infraestructura.
– Y profundizar todavía más a las aguas lentas y lodosas revisando las oportunidades e impactos de esa intervención en la estructura o la identidad de la ciudad o el territorio. En la planificación.
Y no se puede obviar que todo está conectado. Hay acciones rápidas que inician cambios lentos. Hay desórdenes que generan nuevos órdenes, y órdenes que sirven de base o infraestructura para el desorden.
Lo que causa problemas es cuando queremos que el desorden creativo cree infraestructuras estables, que un estudio profundo sea rápido, que una obra civil costosa sea improvisada o que una regulación sea sorprendente. Cuando imponemos los ritmos (o el nivel de orden) de una capa a las otras, o tratamos de que todas se comporten igual, o las abordamos como si no estuvieran relacionadas entre sí.
Esta forma de mirar es en sí una herramienta de diagnóstico:
¿Por qué se agota un “desorden” creativo vecinal? Porque algo puede necesitar el desorden para nacer a corto plazo pero no le podemos pedir que sea sostenible a largo plazo sin orden. ¿Por qué le pedimos a un plan institucional que sea creativo o “desordenado” y fracasa? Porque está actuando desde la capa de lo estable y duradero. Etc.
Uno de los mayores errores que he visto en proceso participativos es precisamente no hacer explícito en qué nivel estamos actuando, y su recorrido. ¿Es esto una acción “táctica” que sólo busca generar un cambio momentáneo y quizás un debate público? ¿O esperamos que sus efectos se traduzcan en un proyecto de ejecución, en el cambio de una normativa o en la modificación de un plan? ¿En cuántas capas estamos actuando a la vez? ¿Qué alcance temporal o recorrido tienen?
El reto, por tanto, no sería encontrar un orden “medio” ideal o equilibrado para un contexto dado, sino buscar el nivel idóneo de orden para cada capa, aspecto o tiempo superpuesto en ese contexto. Así podemos darle a cada uno lo que necesita y no pedirle lo que no puede dar.
A mí, personalmente, esa mirada me libera de contradicciones, me ayuda a tratar de entender el contexto en el que trabajo sin simplificarlo demasiado y me orienta para saber dónde estoy interviniendo y cómo puedo hacerlo. Y también es un baño de humildad bastante vivificante.
Jorge Toledo
Igual esto ya es más un divertimento que otra cosa, pero cuando en el anterior comentario he escrito “dar cancha” de pronto la expresión me ha parecido bastante oportuna como metáfora de cómo una infraestructura “ordenada” puede permitir desorden. Una cancha se puede ver como una pista abierta, un espacio de libertad, pero tiene líneas-límite, canastas-objetivo e infinidad de reglas superpuestas capaces de darle orden. La cancha está muy diseñada (seguramente por evolución e inteligencia colectiva destilada), el juego está muy regulado, pero cada partido es diferente. Y puedes estar siguiendo una estrategia acordada y de pronto “dar cancha” para que alguien se lance y dé lo mejor de sí.
Y no me puedo creer que esté usando el baloncesto como metáfora de nada.
Ricardo Antón
Siguiendo con los divertimentos, me he acordado de este dibujito que también va de canchas, capas, reglas que se entremezclan, nuevos juegos que pueden surgir del caos, la convivencia de prácticas sobre un mismo espacio… https://www.colaborabora.org/wp-content/uploads/sites/7/2017/03/otraseconomias_REGLASJUEGO.jpg
Ricardo Antón
Muy de acuerdo. Me resulta inspiradora la idea de Ulrich Beck de pasar de la ciudad del O a la ciudad del Y. Orden Y desorden. Sumar y cruzar capas. Una anécdota al respecto, yo siempre pensé que la frase célebre era SOCIALISMO Y BARBARIE, Fue una decepción descubrir que la frase correcta era con O. Yo siempre he sido un tergiversador y sigue resultándome mucho mejor con Y
Jorge Toledo
¡Buenísimo!
Mira si va Ayuso y dice “COMUNISMO Y LIBERTAD”…
Ricardo Antón
El Comité Invisible tiene una frase que me resulta inspiradora: VIVIR EL COMUNISMO, PROPAGAR LA ANARQUÍA.
Julen
Muy interesante el texto. Creo que suscribo casi al 100% lo que has escrito. Algunas cosas que me vienen a la cabeza:
– Creo que a veces el desorden se convierte en “orden”, aunque no el de las leyes oficiales y el de las normas urbanísticas. Es un orden que quien vive allí sabe que existe.
– La tolerancia al desorden me parece una característica de personalidad. Habrá quien la tenga más y menos desarrollada. No creo que haya una especie de “tolerancia ideal”.
– Hay que tener en cuenta la cultura local. Igual que hay personas más tolerantes con el desorden, hay culturas que también lo son.
– Junto con el urbanismo, la educación. Si no nos esforzamos en educar en civismo, respeto, empatía… me que orden y desorden urbanístico están condenados al fracaso.
Hace tiempo trabajé en un proyecto de “centro comercial a cielo abierto” en el típico pueblo de una gran urbe. Allí la gente “de toda la vida” lo tenía claro: prefiero el bar sucio a la calle de diseño. Complicado el punto medio.
Por si te interesa (a lo mejor alguna vez ya te he hablado de ellos): en su día aquí en Portugalete se hizo un proyecto muy bonito de diseño de una plaza con participación de la infancia del barrio. https://www.arkitente.org/es/portugalete/173-jolasplaza
Amalio Rey
Gracias, Julen, por dejar tu comentario. También de acuerdo con tus notas. Esto que dices aquí es muy potente: “Es un orden que quien vive allí sabe que existe”, y merece un post entero. Anímate a escribirlo ya que has puesto el tema sobre la mesa. La “tolerancia ideal” va, efectivamente, con cada persona. El lío que tenemos ahí es que las ciudades o los barrios son espacios de convivencia e interdependencias, así que (como los espacios públicos que son) tendremos que negociar un “grado de desorden” que mejore lo más posible el bienestar colectivo. El misterio está en descubrir cuál es esa relación entre desorden urbanístico y bienestar colectivo. El libro avanza algunas ideas interesantes. Sí, el desorden necesita de civismo. Cuando la gente no se corresponsabiliza, entonces hay que aplicar normas. La Covid es un buen ejemplo de eso. Le echo un vistazo al proyecto de Portugalete. Creo que algo me suena…
Jorge Martínez
Comparto tu mirada sobre el urbanismo, y las reflexiones compartidas sobre el orden y el desorden desde la mirada de un psicólogo, quizas como consultor me encuentre mas alineado con orden y caos.
Con respecto al espacio público me parece muy sugerentes las aportación de Manuel Delgado, es fácil encontrar referecias en la red.
Gracias Amalio